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Reportaje:

"Sacaremos adelante a los pequeños"

Miles de niños y de mujeres se hacinan en campos de refugiados de Darfur castigados por el hambre y las huellas de la guerra

Yolanda Monge

En 55 centímetros de altura parece encerrar todo el cansancio del mundo. O de una guerra. No sonríe. No gesticula. Si le coges la mano, cuando se la sueltas la deja caer a plomo. Con una camisa dos veces su talla y con el trasero al aire, el niño está sentado con las piernas estiradas y sus rodillas parecen bolas enormes en medio de los dos palos que son sus piernas. Casi no tiene carne, lo que hace que la piel se le despegue de los huesos. No se mantiene en pie. Toma Dgash tiene cinco años y pesa 7,6 kilos.

Es una víctima de la guerra de Darfur, al oeste de Sudán, que se ha cobrado 50.000 muertos en los últimos 18 meses y ha provocado un éxodo que puede alcanzar el millón de refugiados, según Naciones Unidas.

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La indiferencia de este pequeño sudanés que ahora salvará su vida fue aplicada antes sobre la tierra de los Fur, región occidental de Sudán, por una comunidad internacional que no quiso o no supo reaccionar a tiempo. La guerra de Darfur no tenía nombre. Como tantas otras crisis en África -Sudán tiene otra guerra enquistada en el sur desde hace más de 20 años-, éste era un conflicto olvidado. Matanzas, asaltos, saqueos, violaciones.

Al régimen de Jartum le estalló en febrero del año pasado una rebelión que exigía dejar de ser considerada el primo pobre y decidió exterminarla por la vía más expeditiva. A sangre y fuego. No sin antes bombardear las aldeas para facilitar el trabajo a unas milicias que armó para tal propósito. A estos últimos se les conoce como Janjawid. A estos últimos se les teme casi tanto o más que al hambre. Razones no faltan. Los números dicen que han sido más mortíferos.

Toma se ha dejado hacer. Le han auscultado, le han medido, le han pesado. Pero todo lo ha contemplado con la misma mirada rota. Desde sus enormes ojos negros dentro de unas blanquísimas pupilas, Toma sólo desprende indiferencia. Pero aunque él no lo crea así, ha sido afortunado. Ha escapado a una muerte segura. A una muerte cruel y lenta. Así mata el hambre. Así es como han muerto miles de niños en Darfur.

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Toma está ahora seguro en Zam Zam, un campo de desplazados internos al sur de El Fasher, capital de la región de Darfur Norte, al que llegó hace siete meses junto con su hermano pequeño y su madre. Toma tiene la barriga hinchada. Pero no a causa de la malnutrición. Acaba de tomarse una taza de leche y el alimento le provoca ese efecto. "Son niños a los que al principio les cuesta mucho retener la comida, llevan meses sin comer casi nada y suelen rechazar el alimento cuando se lo damos", explica Diana Pou, médico a cargo del servicio nutricional que Médicos Sin Fronteras-España ha montado en el campo.

Al lado de Toma reposa boca arriba su hermano. Con 15 meses su peso es de cuatro kilos. Un kilo la cabeza, tres kilos el cuerpo. Tiene cara de viejo a pesar de su corta edad. "Los niños malnutridos son niños tristes. No les interesa nada y casi no reaccionan. A veces incluso se niegan a comer", cuenta Pou. A cargo de los dos críos está su madre, Hadiya. Puede tener 30, 40 o 50 años. Edad indefinida. Ni ella misma lo sabe. Sólo sabe que su marido se fue, o lo reclutaron o lo mataron, pero el caso es que desapareció y ella se quedó sola. Entonces llegó la violencia y ella se echó a andar. Hasta hace un año tenía cuatro hijos. Pero dos se quedaron en el camino. "Se los llevó Alá", da por toda explicación de sus muertes.

Por el servicio de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Zam Zam han pasado ya casi un centenar de niños en su escaso mes de funcionamiento. Aisha porta en un brazalete rosa en su muñeca el número 78. Bador, el 48. Badradin lleva uno que le aprieta demasiado. La doctora Pou pide a un asistente que se lo cambie para que no le haga daño. "Hemos llegado a tiempo", cuenta satisfecha Pou, una barcelonesa de 32 años. "Lo peor sucedió antes, cuando nadie tenía los ojos puestos en Sudán, a estos pequeños de aquí los sacaremos adelante", dice.

En Darfur los niños llegaron a comerse la tierra. Es su recurso instintivo ante la falta de hierro. Determinada, pero amable y dulce a la vez con los niños, Pou no deja de conmoverse y confiesa que, si algún día tiene hijos, no sabe si podrá seguir ejerciendo esta labor.

El campo de Zam Zam no es un campo de desplazados al uso. Quienes huían de las matanzas de los Janjawid se fueron agrupando en él hasta crearlo. Casi no hay hombres. Sólo mujeres y niños. Son cientos de chozas hechas con ramas de árboles. Algunas tienen el techo de color azul. Son las más agraciadas porque cuentan con un plástico de ese color que les proporcionó la Media Luna Roja Sudanesa para protegerse de las fuertes lluvias que ya deberían haber llegado y que hasta el momento han sido esporádicas. En Zam Zam se sabe quiénes son los recién llegados porque las ramas para fabricar sus modestas casas aún tienen hojas en ellas.

Es mediodía y bajo una acacia africana están sentadas decenas de mujeres que cargan a sus hijos en brazos. Esperan su turno para que la enfermera María Maixenchs les pase consulta. Algunas aprovechan la espera para amamantar a sus niños. Amal usa sus dos pechos. De cada uno chupa un crío. Aunque a ella también parece hacerle falta una buena comida. Maixenchs no da abasto. A medida que avanza el día llegan nuevas mujeres con más pequeños. Las hay de todas las edades. Algunas tan envejecidas que podrían ser las abuelas de los niños. La madre de Ekram sólo tiene un enorme diente. Por eso se ríe tapándose la boca con la mano en un acto de coquetería. Uno no puede dejar de preguntarse cómo le quedan fuerzas para la risa entre tanta desolación y miseria.

En pocos minutos cae la noche sobre Zam Zam y sus 15.000 desplazados. El equipo de MSF debe dejar el campo y volver a El Fasher, a 16 kilómetros, que se convierten en media hora de viaje por carretera africana. A medio camino la carretera se desvía y se cruza una trinchera. Es un control de policía. Desde una roca cercana una ametralladora pesada da fe de que aquí se vive un conflicto. El toque de queda a las 22.00 es otro reflejo de que la guerra de Darfur ya tiene nombre, existe y ha sido situada en el mapa.

Mujeres sudanesas junto a sus hijos, el pasado jueves en el campamento de refugiados de Kalma.
Mujeres sudanesas junto a sus hijos, el pasado jueves en el campamento de refugiados de Kalma.EFE

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Sobre la firma

Yolanda Monge
Desde 1998, ha contado para EL PAÍS, desde la redacción de Internacional en Madrid o sobre el terreno como enviada especial, algunos de los acontecimientos que fueron primera plana en el mundo, ya fuera la guerra de los Balcanes o la invasión norteamericana de Irak, entre otros. En la actualidad, es corresponsal en Washington.

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