Relación privilegiada
Apenas dos años después de la crisis de Perejil, el punto más bajo en las relaciones recientes entre Marruecos y España, los Gobiernos de ambos países han sorprendido a todos con el anuncio de la creación de una fuerza conjunta para estabilizar y ayudar a la reconstrucción de Haití bajo mando militar brasileño y mandato de Naciones Unidas. Con ser un contingente considerable -entre 200 y 240 soldados, mucho más que los 28 policías nacionales y guardias civiles comprometidos inicialmente-, el impacto del anuncio está en el mensaje político que transmite, tal como ha señalado el ministro adjunto de Asuntos Exteriores de Marruecos, Taieb Fassi-Fihri, al señalar que se trata de expresar a las sociedades marroquí y española, y a la comunidad internacional, "nuestra voluntad de trabajar juntos en pro de la paz".
Pocas iniciativas pueden ejemplificar como ésta el giro emprendido por el Gobierno de Zapatero en política exterior. Ratifica el nuevo clima de las relaciones bilaterales con Marruecos e incrementa la confianza entre ambos países. A diferencia de la misión en Irak, se acoge escrupulosamente y sin ambigüedades al mandato de Naciones Unidas. La contribución de Marruecos dentro del contingente español, que recuerda a la de algunos países iberoamericanos en la Brigada Plus Ultra, concreta la idea de recuperar el Mediterráneo como uno de los grandes ejes de la diplomacia española, junto a Europa e Iberoamérica.
Poco a poco, las tensiones vividas entre Madrid y Rabat durante los últimos años parecen dejar paso a los proyectos comunes, que abarcan desde las recientes iniciativas en materia de inmigración al intercambio de información en el ámbito de la lucha antiterrorista. También habría que contabilizar en este capítulo el propósito de promover un acuerdo sobre el Sáhara en un breve plazo de tiempo, según ha hecho público el Gobierno de Madrid.
Desde su llegada a La Moncloa, Zapatero ha mostrado una decidida voluntad de corregir el rumbo de las relaciones con Marruecos, una de las herencias más complejas recibidas por el nuevo Ejecutivo. A la agenda estrictamente bilateral entre ambos países, gestionada con insólita torpeza y arrogancia durante las dos legislaturas de Aznar, ha venido a sumarse la aparición de células terroristas que desafían al Gobierno marroquí y que no dudan en escoger nuestro país como objetivo de sus crímenes, según hubo ocasión de comprobar el 11 de marzo. La presencia de este tipo de células en Ceuta y Melilla agrava todavía más las cosas para España, que tiene en las dos ciudades su punto débil con vistas al irredentismo anticolonial marroquí y, a la vez, una potencial amenaza terrorista.
Si la estabilidad política y el desarrollo económico debieron ser en todo momento los objetivos de nuestra política hacia Marruecos y, en general, hacia el Magreb, con mayor motivo en las actuales circunstancias. Porque si no salen bien las apuestas, el tablero regional en el que se encuentra España podría llegar a formar parte de una línea de fractura más amplia, auspiciada por quienes se obstinan en demostrar que categorías ideológicas como Occidente y el Islam se encuentran en guerra.
La recomposición de las relaciones con Marruecos era y es una necesidad inaplazable. Pero convendría no perder de vista que la aproximación a los viejos y a los nuevos problemas de la agenda bilateral debería seguir conservando el Magreb como horizonte. La diplomacia española tendría que esforzarse por recuperar la posición que había logrado antes del vertiginoso deterioro de las relaciones con Rabat, arruinando un esfuerzo constante desde finales de los años setenta. Una posición que, amparada por un amplio consenso entre las fuerzas parlamentarias, le permita mantener de nuevo un diálogo privilegiado con todos los actores políticos de la región. Algo que pocos países aparte del nuestro estaban en condiciones de hacer.
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