Honor tardío al autodidacta exiliado
Treinta años de magisterio indiscutible, miles de conciertos y de espectadores enloquecidos, veintitantos discos y algunos exilios después, aquí está ya por fin el gran reconocimiento que su país le debía a don Francisco Sánchez, Paco de Lucía, tocaor estratosférico, compositor genial, revolucionario del flamenco y tímido pero sublime embajador de la música española en todo el mundo.
Tardío, pues, pero tan justo que más bien el que resulta honrado esta vez es el premio y no el premiado, este Príncipe de Asturias de las Artes tiene, como su ganador dijo ayer, más de un destinatario. Primero, el flamenco, nuestra música de raíz radical y sistemáticamente ninguneada por nuestros políticos, nuestros funcionarios, nuestros programadores y otros sordos astutos con mando en plaza. Segundo, don José Monge Cruz, Camarón de la Isla, compañero de curso de Paco, pareja de hecho durante muchos años, compañero de genialidad, valentía y tomas de la Bastilla flamencas, el gitano que abrió al payo que quería ser gitano la misteriosa casa del sentimiento nómada, trágico y bohemio de la vida. Y tercero, de forma indirecta, este premio es también para los predecesores de Paco, aquellos viejos maestros de la guitarra flamenca del siglo pasado, Ramón Montoya, Sabicas, Niño Ricardo, Manolo de Huelva, Carlos Montoya o Perico el del Lunar, algunos de ellos genios comparables a Albéniz o a Granados, que en algunos casos también tuvieron que coger el petate y buscarse las habichuelas, el público y el prestigio en otros sitios.
Paco también se exilió, solo como un loco, y varias veces. Probablemente ha debido pasar más tiempo fuera que dentro, y eso desde luego es un síntoma de que algo falla en el oído de la patria. La primera vez que se marchó era casi imberbe, se puso a tocar en los bares y los cafés de Nueva York y de allí salió de gira por todo el país de la mano del mismo judío astuto que explotó el filón de Julio Iglesias. La diáspora fue larga pero enriquecedora: Paco bebió jazz, comió blues y durmió, o mejor no durmió, con artistas que le enseñaron los caminos y le detuvieron en los cruces adecuados. Su genialidad hizo el resto. Todo aquello que había aprendido lo metió en su guitarrilla flamenca y con ello hizo la revolución de un arte estancado y de un instrumento que estaba ya paralítico por el miedo de los viejos a enseñar a los jóvenes las falsetas y los trémolos que les daban de comer. Pero la marcha del maestro marciano surgido de la nada pícara y autodidacta y de la necesidad algecireña de los tiempos de Franco, tuvo también un demoledor efecto colateral: los jóvenes tocaores que surgieron en aquellos años no tenían posibilidad de aprender con el profesor en directo. Les quedó el recurso de sus discos y la obligación de labrarse el futuro y el conservatorio igual que lo había hecho él: por libre, de noche, a salto de mata, en medio de una soledad incomprensible e impresentable.
Pese a todo, salieron discípulos aventajados, y Manolo Sanlúcar abrió su sabiduría a algunos jóvenes inquietos como Riqueni o Amigo. Y como el valor de las cosas buenas aumenta con el tiempo Paco fue asentando y transmitiendo su conocimiento apenas sin intervenir, simplemente dando ejemplo: superándose en cada disco, luchando a muerte en cada composición nueva por hacer algo distinto a lo anterior.
Así, el hijo de Lucía venció los miedos, el éxito, la fama, la sordera y la ignorancia. Y hoy llega este premio, clamoroso de obvio y de torpe, pues llega seguramente tarde para poder tapar la verdad: que este país crea genios con la misma pasmosa facilidad con que los destruye y los obliga a largarse. Pero quizá sirva para una cosa, para que algunos pierdan el miedo, el prejuicio y el desprecio hacia una música que nosotros hemos criado y maltratado y que gente como Paco de Lucía ha convertido en indispensable y universal.
Babelia
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