Euro-amargados
El presidente Zapatero informará hoy al Congreso sobre la Conferencia Intergubernamental (CIG) celebrada el fin de semana pasado que aprobó por unanimidad el Tratado de la Constitución para Europa. No resultó fácil poner de acuerdo a los 25 jefes de Estado o de Gobierno de la Unión (UE): fueron necesarias negociaciones arduas y cesiones mutuas para aprobar el proyecto preparado en junio de 2003 por una Convención convocada -en la reunión de Laaken del Consejo Europeo (CE)- con ese único objetivo. En la fracasada cumbre de la CIG de diciembre de 2003, los presidentes de España y de Polonia vetaron la propuesta de la Convención a causa de las modificaciones que el texto constitucional introducía en la distribución del poder dentro de la UE fijada por el Tratado de Niza de 2000; la retirada de Aznar y la derrota del PP en las elecciones del 14-M posibilitaron la ampliación del margen de maniobra de España, que arrastró consigo a Polonia en el desbloqueo del proyecto.
En cualquier negociación entre veinticinco interlocutores, ninguno de los participantes logra el resultado óptimo (sólo aspira a conseguir el second best) y todos se dejan pelos en la gatera. El principal punto de discordia en este caso fue el procedimiento de la toma de decisiones en el CE. La fórmula del Tratado de Niza, que seguirá en vigor hasta el 1 de noviembre de 2009, inventaba un complicado mecanismo de voto ponderado. La propuesta de la Convención -vetada por Aznar- era un sistema basado sobre dos criterios concurrentes: la mayoría de los Estados (los dos tercios en determinados supuestos) que representasen al menos a las tres quintas partes de la población de la UE. El lugar de entendimiento alcanzado el pasado fin de semana fue el 55% de los Estados miembros (el 72% para los casos especiales) y el 65% de la población (con un mínimo de cuatro socios como minoría de bloqueo).
Aun a costa de perder diez diputados en el Parlamento de Estrasburgo, España resultaba favorecida por la fórmula de Niza. Pero los términos de comparación adecuados para valorar el arreglo conseguido por Zapatero el pasado fin de semana no son el Tratado de Niza frente al Tratado de la Constitución Europea sino el proyecto de la Convención -tal y como fue ratificado en Salónica- frente al texto finalmente aprobado en Bruselas. Sin embargo, los dirigentes del PP, incapaces de aceptar el principio de realidad y embargados por la añoranza del paraíso perdido, siguen invocando el Tratado de Niza como los niños citan a Santa Rita -"lo que se da no se quita"- cuando defienden con uñas y dientes sus tesoros. De llevar hasta el último extremo la coherencia de esa obcecada posición melancólica, los populares deberían votar contra la Constitución europea para propiciar así la vuelta a Niza.
Durante el pleno de 15 de junio, solicitado por Zapatero para informar al Congreso de forma anticipada sobre la cumbre de la CIG (una iniciativa parlamentaria sin precedente), el portavoz de la oposición patriótica popular no despidió a los miembros de la delegación gubernamental rumbo a Bruselas como a los Tercios de Flandes; más bien igualó la desconfianza de los escarmentados aficionados al fútbol respecto a los jugadores de la selección española en vísperas de su viaje a la Eurocopa de Portugal. Rajoy condicionó el apoyo al Ejecutivo de su grupo parlamentario al logro de "una situación como la que hemos dejado nosotros, que es la acordada en Niza". Nada más concluida la cumbre de Bruselas, el secretario general adjunto del PP, Ángel Acebes, consideró el resultado "claramente insatisfactorio": "Se ha renunciado a negociar en el terreno" más conveniente para España "a cambio de nada".
Mas allá de la dicotomía formada por euro-escépticos y euro-entusiastas, los dirigentes del PP podrían ser incluidos en la categoría de euro-amargados, compuesta por los partidos que rechazan cualquier acuerdo de la Unión Europea si no lo protagonizan desde el Gobierno y lo contemplan desde la oposición. Como en otras ocasiones, Aznar ha sido un modelo para sus seguidores: baste con recordar el despectivo adjetivo -pedigüeño- dirigido contra Felipe González a raíz del éxito alcanzado por el entonces presidente del Gobierno en su negociación sobre los fondos de cohesión en Edimburgo.
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