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La Almudena

La non nata catedral de Madrid, la Almudena, se había iniciado en la época de Alfonso XII y allí se había quedado, en ruinas, esperando tiempos mejores.

El cardenal Ángel Suquía, quizá a impulsos de Luis María Anson, quien estaba hondamente preocupado por la inexistencia de una catedral en Madrid ("En estas deplorables condiciones, ¿dónde se va a casar el Príncipe?", se lamentaba Anson ante quien quisiera oírlo), decidió finalizar la Almudena.

Poco después de hacerse cargo del arzobispado madrileño, el cardenal Suquía me llamó pidiendo una entrevista, pero yo me ofrecí a visitarlo a él y para allá me fui. Suquía me planteó la necesidad de retomar las obras de la catedral y solicitaba ayuda oficial. Creyendo saber lo que pensaba del asunto el alcalde, Enrique Tierno Galván, le dije al cardenal que la Comunidad de Madrid aportaría la misma cantidad que decidiera poner el Ayuntamiento.

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¿Qué pensaba el alcalde del asunto? Se lo había oído a él tiempo atrás, cuando, paseando por la calle de Bailén, Tierno señaló la inacabada catedral y dijo:

-Me malicio que con esta obra intentaron volver a unir "el trono y el altar" [la Almudena linda con el Palacio Real]. Una idea tan vieja como peligrosa. Mejor sería dejar las ruinas como están -concluyó-.

Pues bien, una semana después de la primera entrevista, el cardenal Suquía volvió a llamar, esta vez para comunicarme la cantidad que había pedido al alcalde... y que éste había aceptado. El alcalde, autor del libro Por qué soy agnóstico, por lo visto había decidido anteponer su tolerancia volteriana y su condescendencia personal a sus convicciones político-religiosas. Naturalmente, cumplí lo prometido. Se trataba de una cantidad anual que las instituciones madrileñas aportarían hasta la finalización de la obra. Suquía me anunció entonces que se proponía hacer una colecta o suscripción entre los católicos madrileños para completar la financiación..., pero estos piadosos ciudadanos mostraron escaso entusiasmo a la hora de aflojar la cartera, defraudando a sus dirigentes religiosos.

El proyecto comenzó a caminar, mas pronto se presentaron dificultades financieras que amenazaban con estrangularlo. Así estaban las cosas, cuando la Iglesia se dirigió al presidente del Gobierno, que era, a la sazón, Felipe González, en solicitud de ayuda. Lo que hizo González fue tan sencillo como contundente: reunió en La Moncloa a lo más granado del poder económico y durante la comida, simplemente, les dio un sablazo. Todos los allí presentes apoquinaron y aquella inyección económica, junto a la eficacia mostrada por el general Lacalle Leloup -nombrado gerente del proyecto-, permitieron que la catedral se terminara.

El día de la inauguración (Tierno ya había fallecido) invitaron a "las autoridades" y, entre ellas, a Felipe González y a otros socialistas que ocupábamos entonces algunos cargos públicos de cierta relevancia. Nuestra sorpresa fue mayúscula cuando llegamos al templo, para esperar dentro la llegada de Juan Pablo II, y los "fieles", que en cantidades apreciables aguardaban fuera, nos abuchearon sin piedad, demostrando una vez más que en este mundo ninguna buena acción queda sin castigo. No sé lo que, en aquella ocasión, pasó por la cabeza de Felipe González, pero por la mía rondó una conseja de mi pobre abuela: "Eso te pasa, niño, por meterte donde nadie te llama".

Llegó el Papa y se percibían en su rostro las huellas del cansancio. Pensé que era una crueldad someterlo a una ceremonia que se presumía larga. Pero también en esto me equivoqué. Wojtyla llegó y terminó como los pelotaris del cuento de Wenceslao Fernández Flórez: cansino al principio, pero dándolas todas, y fresco como una rosa al finalizar el acto, que duró más de tres horas.

"El trono y el altar" volvían a estar juntos, como demostrará ahora la boda real a celebrar en los próximos días, precisamente, en la catedral madrileña, tal y como había diseñado el perspicaz talento de Anson.

El arquitecto Chueca Goitia fue quien diseñó la terminación del templo. Me sorprendió el encargo, no por la arquitectura, sino por la ideología. En efecto, el escritor e ingeniero Juan Benet, que era primo de Chueca, contaba que éste, después de la Guerra Civil, había sido perseguido por las hordas "de la cruz y la espada" no sólo por sus ideas liberales, sino, muy especialmente, por su conocido ateísmo. Pues bien, el día de la inauguración pude ver cómo Chueca hacía la correspondiente cola para recibir la comunión de manos de Su Santidad. Pero no fue ésta la única sorpresa que deparó aquella masiva comunión. Muchos y muy notables próceres madrileños, bien conocidos por sus pecados contra media docena de los mandamientos que contiene el Decálogo, también tomaron allí la hostia consagrada, sin rubor, y, a juzgar por sus andanzas posteriores, presumo que sin ningún propósito de enmienda.

La Almudena me parece un pastiche sin gracia, aunque, claro, en esto, como en tantas cosas, "doctores tiene la Santa Madre Iglesia". Mas, sea como sea, nadie podrá negar la degradación estética que viene sufriendo la liturgia. Esta decadencia es añosa, pero tomó una deriva imparable a partir de la sustitución del latín por las lenguas vivas y del gregoriano por esas cancioncillas, tipo "José Luis y su guitarra", cuyos sones acompañan ahora la celebración de las misas. Si los compositores clásicos, que tantas horas y talento dedicaron a réquiems, quiries y otras composiciones religiosas, levantaran hoy la oreja, sencillamente, se caerían de culo.

Es evidente que la Iglesia actual confunde lo popular con lo vulgar y la modernidad con el horror. Y donde alcanza las más notables cotas del mal gusto es en las artes plásticas. Basta con echar una mirada a los cristos y vírgenes "modernos" que adornan las iglesias de nueva planta para comprobarlo.

Esta devastación artística va a tener su más alto paradigma en la Almudena, con las pinturas y vitrales encargados a Kiko Argüello. Encargo bien distinto a los que antaño solía demandar la Iglesia. Pondré tan sólo dos ejemplos: en 1638, el rey Felipe IV, que tenía un lío amoroso con una de las monjas enclaustradas en el convento de San Plácido, quizá como pago a la "comprensión" carnal allí recibida, ofreció a la madre superiora los servicios de su artista de cámara: Diego de Silva y Velázquez. La superiora le dijo a Velázquez: "Queremos un Cristo en la Cruz", y ése es el cuadro que hoy está en el Prado, pero que adornó la iglesia de San Plácido hasta el siglo XIX. Por su parte, los jerónimos, que eran una de las grandes potencias económicas de la época, encargaron a Zurbarán varias pinturas sobre motivos de la Orden para la sacristía de Guadalupe, y en aquel monasterio siguen colgados los espléndidos cuadros.

Este pasado, impecable desde el punto de vista artístico, quedará definitivamente enterrado bajo toneladas de mal gusto en la catedral de Madrid, cuando aparezcan en todos los televisores del mundo los murales y vidrieras que la Iglesia ha encargado con ocasión de la boda del Príncipe. Los curas podían haber tentado la suerte con Antonio López, con Valdés, con Barceló o con Arroyo, pero la Iglesia ha preferido a un "pintor de la casa" y, sin encomendarse a nadie -ni a Dios ni al diablo-, se ha puesto en manos del fundador de un movimiento religioso "neocatecumenal". El "artista" dijo haber visitado al Papa con la intención de inspirarse, pero la visita a Roma no le debió servir de gran cosa, ni siquiera para darse una vuelta por el Museo Vaticano y mirar allí durante un rato lo que dejó pintado en la Sixtina un tal Miguel Ángel. Las pinturas que ha colocado en el templo madrileño son la reproducción de otras suyas, previamente instaladas en la República Dominicana, amén de algunos plagios perpetrados contra anónimos y antiguos artistas rusos, demostrando, al cabo, que el sedicente pintor, aun declarando ser un catecúmeno, es decir, un aprendiz en su oficio, listillo sí que es.

Joaquín Leguina es diputado del PSOE y ex presidente de la Comunidad de Madrid.

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