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Columna
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Chiquilladas

Una chiquillada. Con ese adjetivo hábilmente escogido, calificó el abogado de la defensa la mutilación del monumento a la Cibeles. Es la forma con la que el letrado trató de quitar hierro ante el juez a la salvajada que seis muchachos, que no chiquillos, se dieron el lujo de perpetrar en la madrugada del 21 de septiembre de 2002. El suceso le costó la mano a la diosa y su ortopédica reposición elevó la factura hasta rozar los 24.000 euros, es decir, unos cuatro millones de las antiguas pesetas. Una cantidad pequeña, si se compara con la aparatosidad del juicio y la envergadura de las penas que la acusación solicita para los integrantes de esta panda de alegres amigotes. Nueve letrados, incluyendo el fiscal, las acusaciones popular y particular y los seis de la defensa, interrogaron uno a uno a los acusados que se enfrentan a penas de entre uno y dos años de cárcel.

Cuántos procesos en los que se juzgan hechos que provocaron daños irreparables en los seres humanos y pérdidas materiales multimillonarias fueron resueltos con bastante menos parafernalia. Cuántos letrados querrían que sus asuntos mayores tuvieran la trascendencia pública de este caso aparentemente menor. Es cierto que la magnitud del delito, e incluso de los daños materiales provocados, no parece guardar proporción con el tono del proceso y la severidad de las penas solicitadas. Semejante acento de gravedad encuentra, sin embargo, toda su lógica si se contempla como el juicio al gamberrismo imperante, un tipo de delito casi siempre impune que, al ponerle esta vez nombre y apellidos, nos sugiere la necesidad de aplicar castigos ejemplarizantes.

Estos hombres hechos, aunque no derechos, decidieron bañarse en la Cibeles aquella madrugada de autos porque había que divertirse a toda cosa y no se les ocurrió otra cosa mejor. Alegan en su defensa que iban completamente cocidos, lo que personalmente nunca consideraría como un atenuante. Tampoco me conmueve el que la rotura de la mano no fuera intencionada como alegan. El capullo que se encaramó a la estatua sabía perfectamente que estaba hoyando con sus patazas un monumento emblemático para Madrid, una obra artística con más de dos siglos de historia. Aunque accidental, deduzco que la amputación debió de hacerles mucha gracia porque, en lugar de dejar allí los restos, decidieron meterlos en el coche y llevárselos de parranda como un trofeo. El resto de la historia, incluidas las supuestas llamadas posteriores avisando dónde habían dejado la mano es lo de menos. Lo realmente importante es que seis tipos de 22 años, no seis pobres diablos marginales, desarraigados y analfabetos sino seis universitarios de cursos avanzados puedan atentar contra el patrimonio histórico de su ciudad por puro divertimento. Unos angelitos que cuando se toman tres copas son capaces de cargarse lo que los madrileños cubrieron afanosamente con sacos terreros para protegerlo de los bombardeos en la Guerra Civil. Habrá que preguntarse qué aprendieron en el colegio o en la facultad y por qué han influido más en su formación otros referentes que les inducen a comportarse como unos bárbaros. Es evidente que la urbanidad no está de moda y que la brutalidad es un valor en alza con frecuencia ensalzado y deliberadamente confundido con la pasión. Viendo ahora a los seis acusados que la justicia ha sentado en el banquillo y la trascendencia pública del proceso, conviene recordar lo difícil que fue hace cuatro o cinco años defender contracorriente el que los futbolistas no celebraran sus victorias encima de los monumentos. El argumento era aplastante: "Si una estrella del fútbol podía pisotear nuestras estatuas cualquiera podría celebrar lo propio para festejar sus acontecimientos particulares". Por aquel entonces, la euforia abotargaba las neuronas de señores muy civilizados que no dudaron en acusarnos de tocapelotas y aguafiestas. Los que partieron la mano a la Cibeles celebraban una despedida de soltero que, probablemente, para ellos tendría la misma importancia que para un delantero centro la copa de Europa o la del Rey. Creo por ello que en ese banquillo de los acusados son todos los que están, pero es seguro que no están todos los que son. Me faltan algunos prepotentes y muchos ignorantes. Y ninguno de ellos podría defenderse calificando el asunto de chiquillada.

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