El lenguaje de la perplejidad
LOS PUEBLOS que hablan español tal vez no se habían topado nunca con una avalancha tal de neologismos como la que rodea ahora sus vidas. Ni los campesinos, ganaderos o agricultores que incorporaron hace siglos los miles de palabras árabes que ahora consideramos nuestras sufrieron tanto como quienes se enfrentan ahora a un manual de instrucciones. Aquellos habitantes oían muy de tarde en tarde algún vocablo nuevo, y lo transformaban hasta revestirlo con nuestra fonética y con la morfología que el castellano se había dado.
Las técnicas de la agricultura árabe conmocionaron a los castellanos, fascinados por los usos del agua. Por eso decimos ahora alberca, acequia, aljibe, noria... y hasta aceituna... Pero en muy contados casos se dio la sustitución de una voz castellana por el más prestigioso árabe. "Para aquellas cosas que avemos tomado de los árabes", escribía Juan de Valdés en el siglo XVI, "no tenemos otros vocablos con que nombrarlas sino los arábigos que ellos mesmos con las mesmas cosas nos introdujeron". Para el resto de los instrumentos no hacía falta cambiar nada.
El fenómeno actual de los extranjerismos guarda poca relación con aquellas evoluciones del idioma: no vienen de abajo, asumidos y transformados por la base popular, sino de arriba, esparcidos por el poder mediático, multinacionales y prospectos de Taiwan o Seattle.
Esos términos raramente se incorporan a los mecanismos trituradores del idioma español, sino que se insertan en él como raras piezas que escapan de sus engranajes. Y además nombran cosas que ya tenían nombre, como carta, mensaje, correo (e-mail) o programa (software), palabras que se han mantenido iguales desde tiempo inmemorial aunque se perfeccionara aquello que designan. En los hoteles nos dan una tarjeta con banda electrónica y la llamamos llave aunque no se parezca a una llave: lo importante es que abre la puerta y por eso tiene ese nombre.
Esas normas que la lengua venía cumpliendo (gobernada por el pueblo) han conducido a este desbarajuste y a la perplejidad general. El pueblo dominó siempre su lengua por la sencilla razón de que era suya. Ahora se extraña ante ella porque le resulta ajena. Los ancianos enseñaban a los jóvenes los valores de las palabras y ahora se enfrentan torpes a unos aparatos de vocabulario incomprensible con los que sus nietos les pierden el respeto.
El fenómeno será pasajero, porque la historia del idioma nos ha enseñado sus precedentes. Al fin y al cabo, estamos rodeados de aparatos que no tienen más de cien años, y sin embargo decimos ferrocarril, y microondas, y fregona, y hasta pantalla y teclado, palabras ambas que, pese a haber cumplido varios siglos -como correo-, aplicamos a los más modernos inventos. Así ocurrirá con los palabrones de ahora. Pero mientras suframos esta moda del lenguaje incomprensible, miles de personas seguirán sumidas en la perplejidad.
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