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Verbo sur | CRÓNICA INTERNACIONAL
Columna
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El vicio de la pureza

Rafael Rojas

EL AÑO 1989 fue demasiado intenso para la historia de Cuba. Cayó el muro de Berlín, Mijaíl Gorbachov viajó a La Habana, en el que pareció un ritual de despedida de la era soviética, y, por si fuera poco, dos altísimos oficiales del Ejército cubano, Arnaldo Ochoa y Tony de la Guardia, fueron acusados de "traición a la patria" y luego fusilados por cargos de rara combinación: narcotráfico y reformismo. Ese mismo año murió el gran poeta Nicolás Guillén, el tan leído y cantado autor de Motivos de son (1930) y Sóngoro cosongo (1931), quien había sido militante comunista desde mucho antes de la llegada de Fidel Castro al poder y quien fuera, durante más de treinta años, presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y miembro del Comité Central del partido.

Desde Londres, el más importante escritor del exilio cubano, Guillermo Cabrera Infante, le dedicó a su maestro y amigo una de esas semblanzas donde pervive la prosa vivaz y modernísima de Tres tristes tigres, titulada 'Un poeta de vuelo popular' y luego recogida en los libros Mea Cuba (1992) y Vidas para leerla (1998). Allí decía Cabrera Infante que, a pesar de tantos versos a Stalin ("Stalin, Capitán, / a quien Changó proteja y a quien resguarde Ochún..."), a Lenin ("Te hablo Lenin, tempestad y abrigo...") y a la Unión Soviética ("Toma, pues, Unión Soviética, te lo dejo, toma mi oscuro / corazón de par en par abierto

..."), Guillén no había sido un intelectual estalinista: "Nunca fue un bon mourant sino un bon vivant y un artista inseguro al que el comunismo le ofrecía un nicho en la noche".

Pero tampoco, y a pesar de tantísimos versos a Fidel (más de quince, por lo menos), Guillén era, según Cabrera Infante, un escritor plenamente castrista, ya que el poeta nunca le había perdonado a Castro que éste le llamara "haragán" y le reprochara "no escribir más que un poema al año". Aquel juicio ponderado de un escritor emblemático del anticastrismo, como Guillermo Cabrera Infante, sobre otro emblemático del castrismo, como Nicolás Guillén, tiene implicaciones para el debate intelectual y político cubano. Luego de dar vueltas y vueltas a ese juicio parece inevitable concluir que Cabrera Infante atribuía una impureza política a Guillén con dos fines: afirmar las virtudes literarias del autor de El Gran Zoo y, de paso, acercarlo un poco a su propia política impura, esto es, la política de un escritor anticastrista que es capaz de admirar a un escritor castrista.

Guillén, según Cabrera Infante, era políticamente impuro en la medida que era literariamente puro o, lo que es lo mismo, artísticamente "inseguro". Fue precisamente Nicolás Guillén el autor de un poema titulado Digo que yo no soy un hombre puro donde se leen estos versos: "Soy impuro ¿qué quieres que te diga? / Completamente impuro. / Sin embargo, / creo que hay muchas cosas puras en el mundo / que no son más que pura mierda". Naturalmente, entre los tantos ejemplos del vicio de la pureza que le vinieron a la mente, Guillén no se atrevió a escribir el que más lo atormentó en vida: el vicio de la pureza revolucionaria.

Este vicio, típicamente moderno, ha sido estudiado por dos autores contemporáneos, el filósofo Vladimir Jankélévitch (Lo puro y lo impuro, Taurus, 1990) y el sociólogo Barrington Moore (Pureza moral y persecución en la historia, Paidós, 2001). El primero argüía que toda vez que la pureza es inexistente e inconcebible, en la metafísica o en la historia, cualquier afirmación de lo puro es en realidad el ocultamiento de alguna impureza. El segundo, por su parte, demostraba que la pureza revolucionaria, lo mismo en Francia que en Rusia, en México que en China, había actuado como una modalidad de acción personal y colectiva que reproducía, en condiciones modernas y seculares, los patrones religiosos de autoridad moral, persecución ideológica y castigo de herejías tan propios de la Edad Media.

En regímenes políticos dominados por valores revolucionarios, como el cubano, todavía se encarcela o se deporta a opositores pacíficos en nombre de la pureza. Pero como advierte Moore, la intransigencia política, basada en mitos o valores de ideologías extremas, tiene la misteriosa capacidad de transferir su propio radicalismo al campo opositor. No es raro que en la oposición cubana, lo mismo en La Habana que en Madrid, en México que en Miami, en Washington que en París, todavía se escuchen voces que demandan pureza contrarrevolucionaria o, lo que es más trasnochado aún, anticomunismo puro. Unos y otros, los puros castristas y los anticastristas puros, han logrado algo que provoca una admiración perversa: detener la historia de Cuba en aquel intenso año de 1989.

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