No todo lo que brilla es oro
Mario Vargas Llosa glosó en EL PAÍS el libro del francés Bertrand de la Grange y de la española Maite Rico (Planeta, 2003) sobre la trama del asesinato del obispo Juan Gerardi. Soy uno de los actores puestos en el libreto para ser difamado y calumniado por los autores, y debo decir mi verdad.
Cuando en octubre de 1994 fui invitado por Gerardi a idear un proyecto que documentase, en base a testimonios y fuentes históricas, la atroz guerra interna de 36 años en Guatemala, los dispositivos bélicos aún estaban activos. Sabía los riesgos por querer ampliar las fronteras de la tolerancia militar, pues apenas cuatro meses antes la guerrilla y el Gobierno, tutelado por el Ejército, habían acordado en Oslo crear una Comisión de la Verdad que omitía nombrar a los responsables de las matanzas. Era una señal muy clara que la impunidad y los aparatos de terror seguirían intactos. Con todo, no pude imaginar que la factura por esa osadía de libertad sería la propia vida del obispo, y las patrañas para mancillar su legado, que son el resultado de una extensa operación de una fracción de la inteligencia militar guatemalteca, de la cual este libro es la última pieza conocida.
El magnicidio ocurrió el 26 de abril de 1998, dos días después de que presentáramos el voluminoso informe Guatemala Nunca Más, con sus dantescos relatos y escalofriantes hallazgos, que apuntaban a la responsabilidad de las fuerzas oficiales -lo cual no era ninguna novedad- en las ejecuciones sumarias, torturas y desapariciones de decenas de miles de civiles; pero tampoco eximía de graves hechos de violencia a las fuerzas insurgentes. Gerardi, de 1,85 metros y 76 años, fue golpeado con saña hasta el aniquilamiento cuando ingresaba a su casa, situada a sólo 150 metros de la Casa Presidencial, sede del temido Estado Mayor Presidencial, una auténtica guardia pretoriana de 800 hombres dirigida por oficiales del Ejército, que también cumplía funciones de policía política (fue desactivada en octubre pasado).
Lo que era un inobjetable asesinato político tomó un giro inusitado: "crimen pasional", "vendetta entre homosexuales", era el rumor extendido la madrugada del lunes 27 desde los cuarteles militares, que tomó carta de verdad para algunos comentaristas de prensa, altos funcionarios y fiscales, incluyendo al primer fiscal del caso (incontestablemente reivindicado en el libro), hermano de uno de los militares acusados. Luego desfilaron en la escena mendigos, curas, militares, criminales a sueldo, saqueadores de tesoros religiosos y hasta un viejo perro pastor alemán, que fue conducido a los reparos policiales. Un escritor amigo narró este último episodio para un diario italiano, y para su sorpresa lo vio publicado en el segmento de ficción. Y es que en eso se convirtió -¡surrealismo puro!- el enmarañamiento que de manera deliberada indujeron los responsables del crimen, una vez garantizada la cobertura de impunidad del aparato de seguridad y justicia, y, lo que sospecho fundadamente, el chantaje efectivo del entonces presidente Álvaro Arzú.
El libro de marras es la compilación más extensa y falsa que hay sobre el caso. No es que toda la narración sea una mentira, es que escamotea la información para probar su encargo. Endereza mentiras y retuerce verdades. Su argumento es éste: resultaba demasiado obvio que la cúpula del Ejército ordenara el asesinato de Gerardi, pues los grandes perdedores eran su jefe de turno, Arzú, y el proceso de paz (al que en realidad esos militares boicoteaban detrás de la escena). Por tanto, el enemigo tendría que ser otro, una facción militar desplazada y resentida, que había apostado por el rival político de Arzú, quien a la postre venció en las siguientes elecciones, Alfonso Portillo. No hay evidencias de los señalamientos, sólo elucubraciones. Pero el hecho de que yo, después de dirigir el informe de la verdad y ser editor de un diario en 1999, denunciando la complicidad del régimen en el crimen contra Gerardi, decidiera participar en la desmilitarización de la agencia de inteligencia estratégica del Estado a partir de 2000, bajo el Gobierno de Portillo, les sirve para afirmar que los tribunales se vieron compelidos a ordenar el encarcelamiento y condena injusta de tres oficiales de inteligencia militar con crudos expedientes en violaciones de los derechos humanos, quienes en realidad venían siendo juzgados desde 1998. Ellos, auténticos criminales de guerra, son presentados en el libro como víctimas inermes de una enorme conspiración.
Si los autores hubiesen incorporado piezas del proceso penal que ponen a prueba su teoría (por no decir que la desbaratan), o si tan sólo admitieran no tener respuestas a todo, les daría el beneficio de la duda, y diría que los tres años que ellos dedicaron casi enteramente a su "investigación" (hay militares en presidio que en voz baja reclaman la autoría) fue un intento honrado, aunque fallido. Pero no, el libro es una fábrica de fetiches: los militares demostradamente culpables son maquillados como seres casi celestiales; el jefe de Gobierno y sus colaboradores están exculpados de cualquier responsabilidad política. En cambio, los activistas de derechos humanos resultan, insospechadamente ("juego de espejos"), ser las piezas macabras, y Gerardi -en verdad la masa gris del episcopado guatemalteco durante casi 30 años- es, bienaventuradamente, un compasivo y despistado samaritano autista de su entorno.
¿Qué escamotean estos dos periodistas, viejos lobos plantados durante los últimos años entre sandinistas y zapatistas? Hay, entre muchas otras, tres piezas de información, las cuales forman parte del proceso público penal, que profesionales de la información no podrían pasar por alto; sin embargo, ellos, que promueven su libro como "autopsia de un crimen", omiten flagrantemente: 1. Una carta de puño y letra del capitán del Ejército sentenciado como coautor del asesinato (escolta del presidente Arzú), dirigida imperativamente a su esposa para la compra de testigos que lo saquen del brete. 2. Un vídeo donde ese capitán es careado por los fiscales con uno de los testigos -presentado en el libro como un mendigo desvalido y la prueba de no intervención del Ejército en el delito-, quien se desvela como agente profesional de inteligencia militar, y 3. Los interrogatorios que hacen los abogados defensores de los militares a los testigos de la fiscalía, que ponen al descubierto su incompetencia crasa, típica en estos casos, pues la apuesta de la impunidad en Guatemala ha sido siempre la compra, el chantaje o la complicidad de los jueces.
La moraleja, si la hay, es que si un "forense" viene con usted a decirle que el cadáver brilla, dúdelo. Si son dos quienes lo afirman, busque una tercera opinión para conocer la verdad.
Edgar Gutiérrez fue ministro de Exteriores de Guatemala.
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