'Los tres mosqueteros', de A. Dumas
EL PAÍS publica el lunes y el martes, a 1 euro cada uno, los dos volúmenes de la gran novela de capa y espada
A los 40 años de edad, cuando el poeta y dramaturgo Alejandro Dumas (1802-1870) volvió, no sin una mueca de disgusto, sus ojos hacia la novela, ese género menor, Dickens trabajaba en Inglaterra; Tolstoi, en Rusia; Balzac, en su propio país. Mediado el siglo XIX, la prensa en Francia multiplicaba sus cabeceras y Eugène Sue dejaba sin aliento a las masas lectoras al final de cada capítulo de Los misterios de París. Dumas entendió que en el folletín estaba la forma literaria propia para su tiempo, o cuando menos un filón de oro que iba a permitirle vivir y escribir como a él le gustaba, es decir, a todo trapo, y se dedicó laboriosa y tenazmente a nutrir con sus novelas por entregas los periódicos, que automáticamente decuplicaban la tirada.
Dumas entendió que en el folletín estaba la forma literaria de su tiempo
No otra cosa hacían Dickens, Tolstoi o Balzac, pero a esa primera división de la literatura no podría incorporarse Dumas, pese a los más de 300 títulos que obtuvieron un éxito extraordinario y que él firmó: algunos salían de su propia pluma, y otros en colaboración con unos cuantos negros; modus operandi que le valió el sañudo panfleto titulado Fábrica de novelas, casa Dumas y Cía.
Los anónimos -y satisfechos, dicho sea de paso- colaboradores huroneaban en los archivos en busca de documentación, de episodios, anécdotas y lances históricos susceptibles de ser mutados en novelas; luego acordaban la trama en almuerzos copiosos y bien regados con don Alejandro, y salían pitando a redactar el primer capítulo; luego Dumas cortaba y pegaba, espolvoreaba diálogos, matizaba descripciones, añadía tal adjetivo o cual detalle colorista para hacer subir el sabroso souflée.
Los tres mosqueteros, su obra más famosa y quintaesencia insuperable del género de la capa y espada, se caracteriza por la acción incesante, la brevedad en la descripción de ambientes y desplazamientos, los diálogos vivos, aunque a menudo reiterativos (le pagaban a tanto la línea), la dinámica alternancia de escenas de acción y de romance; ciertamente es literatura industrial, plagada de notables y hasta cómicos defectos artísticos, de casualidades inverosímiles.
Así, cuando D'Artagnan tiene un problema, lo declama teatralmente; no, como el autor quiere hacernos creer, porque "hablar en voz alta es frecuente en las personas que tienen graves preocupaciones", sino para que otro personaje, que casualmente estaba en la pieza de al lado, se entere de sus cuitas y acuda con la solución. En un cuartucho lleno de espadachines enemigos, Athos imparte instrucciones a D'Artagnan "de forma que sólo él pueda oírlo". La modesta casera y amante de D'Artagnan resulta que a la vez es camarera y confidente de la Reina..., etcétera.
No importa: aceptamos "pulpo" como animal de compañía. Porque nos gusta mucho. Primera parte de la saga que prosigue en Veinte años después y concluye melancólicamente en El vizconde de Bragelonne, Los tres mosqueteros no han visto decaer nunca su encanto; hoy mantiene intacta su fascinación, tanto para un lector joven e impresionable como para el adulto más exigente y blasé.
Al adulto, los duelos y francachelas de D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis, que en punto a código moral y comportamiento público los tenían muy semejantes a los de cualquier legionario de los tiempos de Millán Astray, le devuelven el aroma de la insensata y enérgica juventud. Al joven, le ofrecen una pauta para fantasear una vida a galope tendido, una vida ni ejemplar ni practicable, pero mucho más exaltante que la que le proponen sus papás y el turno de día.
Exaltación, desenvoltura, coraje, buen humor ante la adversidad, derroche despreocupado de caudales y de sangre propia y ajena, y lealtad ciega a los amigos: éstos son los principios que rigen las peripecias de los cuatro espadachines en tabernas traicioneras, caminos plagados de salteadores y cortes intrigantes, y con eso les basta para granjearse la simpatía del lector, que ya en las primeras páginas asiste con asombro a los consejos que D'Artagnan, a punto de partir hacia París a la conquista de la fama y la fortuna, recibe de su padre: "No desprecies las ocasiones y busca las aventuras. Debes batirte sin descanso, ya que los duelos están prohibidos, y, por lo tanto, hace falta el doble de valor para batirse". Y a fe que D'Artagnan se aplica a seguir este programa desde el párrafo siguiente.
En nuestra era democrática también resultan insólitos el machismo desorejado mosqueteril, su desdén olímpico al ordenamiento jurídico y a los personajes del pueblo llano -gentes chatas, prosaicas y fastidiosas-, y una crueldad puntual, común a tantos héroes juveniles, desde Fabricio del Dongo hasta Van Veen.
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