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Columna
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¿Qué clase de país queremos ser?

Joaquín Estefanía

Antes de ser un país del que se van algunas multinacionales, España fue lugar de relocalización. Aquí llegaban numerosas industrias en busca de menores costes y de mayores beneficios. Esto parece haberse acabado al haber subido, afortunadamente, el nivel de vida de los asalariados y acercado sus sueldos a los del resto de los europeos. Si esa tendencia se veía venir, habría que haber buscado nuevas ventajas comparativas. Pero se decidió que la mejor política industrial es la que no existe y que lo importante era el déficit cero.

La deslocalización y el outsourcing (subcontratación de servicios a empresas localizadas en países cuya mano de obra es más barata o tienen menores niveles de protección social) son efectos directos de la globalización. Era ceguera pensar que los únicos movimientos que se iban a producir eran los de capitales y no los de empresas y empleo de unos sitios a otros. La deslocalización beneficia a los países emergentes que se incorporan a la globalización y perjudica a otros colectivos antes favorecidos. Pero la deslocalización de ahora es distinta de la anterior. Hemos entrado en una nueva fase. Ya no sólo se deslocalizan empresas manufactureras y empleos de baja cualificación, sino también industrias de la nueva economía y puestos de trabajo de alto valor añadido.

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Lo novedoso no es que el famoso pantalón vaquero Levi Strauss deje de fabricarse en EE UU y se vaya a China o Costa Rica, sino que en la ciudad india de Bangalore haya mayor concentración de programadores informáticos que en muchos centros de Silicon Valley. No sólo se deslocalizan los centros de atención telefónica, sino también los seguros, la contabilidad, el mantenimiento de sistemas informáticos y las aplicaciones de los mismos. Un estudio recién publicado indica que, en 2007, el 23% de los empleos del sector de las Tecnologías de la Información y la Comunicación en EE UU estará subcontratado a países emergentes.

Otro estudio de dos institutos alemanes, presentado hace unos días en la Fundación BBVA, indicaba que el traslado de empresas de la próspera Europa occidental hacia los países de la ampliación no ha hecho más que empezar, ya que los costes salariales de estos últimos no llegan al 30% de los comunitarios. El 60% de las empresas alemanas con menos de 5.000 empleados ya ha instalado fábricas fuera de la UE, la mayoría de ellas en Europa del Este. Esta revolución del modelo de producción se está convirtiendo en uno de los temas estrella de la campaña electoral de EE UU. Asustados, en los distintos Estados se discuten en estos momentos multitud de iniciativas legales para castigar a las empresas que deslocalizan su producción o los servicios. La recuperación económica no viene acompañada de una creación masiva de empleo. Los demócratas han encontrado un filón en la deslocalización, aunque nadie haya teorizado cómo poner puertas al campo.

Así nace el redescubrimiento de las políticas industriales, es decir, las formas de apoyar a las empresas por parte de los Estados, las comunidades autónomas y los ayuntamientos. Estos organismos no pueden poner barreras administrativas a las salidas de empresas cuando se deslocalizan, porque ello crearía un precedente negativo para las nuevas decisiones de inversión. Pero sí pueden facilitar las infraestructuras de proximidad, el acceso a Internet a gran velocidad, la formación permanente de los trabajadores para que aumenten su productividad, el incremento de la I+D, los créditos fiscales a la innovación, financiar la investigación universitaria, etcétera. Pero esto no es flor de un día, sino una política de largo plazo.

España ha perdido mucho tiempo discutiendo de galgos y podencos, y no tiene una política industrial definida con la que paliar el fenómeno de la deslocalización. El debate electoral sobre ello no ha sido muy profundo. Pero los partidos políticos deberían responder obligatoriamente a una pregunta más allá de las esencias: qué clase de país queremos ser. Contestarlo es patriotismo constitucional.

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