Un retrato de cerca
Qué raro escribir de pronto en pasado sobre alguien que era hasta ayer mismo una presencia querida y poderosa en la vida de uno. La última vez que nos vimos ya es de verdad y para siempre la última, y el porvenir de un nuevo encuentro ya no existirá. Ahora recuerdo al Fernando Lázaro de las últimas veces, de los últimos tiempos, mal acomodado en una silla de ruedas que se le quedaba pequeña para su rotunda corpulencia, ofreciendo al saludo una mano débil y una sonrisa triste y sin embargo igual de afectuosa que siempre, con un punto de disculpa, como si se excusara por no poder levantarse, por la inconveniencia de una incapacidad física que él sufría como si fuera una humillación personal. Un par de percances domésticos lo habían confinado a la silla de ruedas: pero después de un periodo de desaliento parecía que se animaba de nuevo, y decía con ilusión temerosa que confiaba en volver a sostenerse en pie. Poco a poco yo había visto, en los últimos años, que se iba encorvando, que sus piernas eran demasiado débiles para ese cuerpo de gigante, tan inseguras en su firmeza como ese bastón en el que se apoyaba.
Cazaba al vuelo los disparates lingüísticos con la misma delectación con que Nabokov atrapaba una mariposa
La pesadumbre se había instalado en su gran cara plácida, y un gesto de amargura o ausencia cruzaba su expresión afectuosa y alerta. Era un prisionero irritado de las dificultades físicas, un rehén de los agravios de la edad que no se resignaba a ellos. Me pasé más de ocho años mirándolo muy de cerca, al otro lado de la mesa oval de la Academia, en la penumbra verdosa, casi todos los jueves, y una vez al mes en el comedor de un querido amigo común, el abogado Luis Zarraluqui. Me gustaba observar sus reacciones silenciosas a las cosas que escuchaba, el modo en que registraba con un gesto, con una rápida mirada de soslayo, algo que le producía irritación o que le despertaba una sonrisa, el final de alguna historia sabrosa. Amaba un buen chiste, un sustancioso cotilleo, con la delectación de un gastrónomo, y al terminar de contarlo o de escucharlo se le quedaba un sonrisa de placidez satisfecha, la de quien acaba de gustar un bocado exquisito. Su amor por las palabras, su atención a las rutinas y a las tonterías verbales, eran menos de filólogo que de novelista fascinado por las variedades del habla, por la capacidad de la lengua para retratar personajes. Más de una vez, leyendo sus artículos, me acordé del oído supremo de Galdós para los matices de la lengua hablada, de la infinita curiosidad, la ternura, casi la gula, con que don Benito prestaba atención a las maneras de hablar de la gente, los listos y los tontos, los pobres y los privilegiados, los ignorantes y los presuntuosos. Fernando Lázaro cazaba al vuelo los disparates lingüísticos con la misma delectación con que Nabokov atrapaba una mariposa.
Pero en su ironía, en su ira -era posible observar en su cara la aproximación de un ataque de ira igual que se observa en el cielo del verano la formación de una tormenta-, había siempre un hondo propósito regeneracionista, una vocación ilustrada y civil por el fomento de la educación pública, por el progreso de la inteligencia y de los buenos modales en un país demasiado áspero, demasiado complaciente con los exabruptos de la ignorancia. Venía de otra época, aunque disfrutara tanto de ésta en la que vivía. En la formidable solidez de sus saberes se notaba la herencia de la gran tradición intelectual que fue desbaratada por la guerra, la de aquellos sabios que fueron también activistas de la instrucción pública, Ortega, Unamuno, Ramón y Cajal.
Pero es al amigo grande y generoso al que recuerdo ahora, es su presencia paternal e imponente la que echaré de menos: su rigor inflexible en el cumplimiento de los deberes de la inteligencia y de la lealtad, su indulgencia hacia las flaquezas y las tonterías humanas, la rapidez de su ironía. Más de una vez sentí el influjo cálido de su afecto protector: bastaba una mirada, un gesto sutil de apoyo o de invitación a la paciencia, al sosiego. Una tarde, después de escuchar largo rato a un académico quizás demasiado purista, que se lamentaba de la generalización entre los jóvenes de la expresión "vale", Fernando Lázaro pareció sacudirse uno de aquellos accesos de sopor episcopal que lo abrumaban a veces y dijo: "Querido amigo, mejor será que los jóvenes acaben sus frases diciendo 'vale', y no que empiecen a decir 'O.K.".
Antonio Muñoz Molina es escritor y académico.
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