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Columna
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Divergencia creciente entre discurso y política

La recesión por la que pasa Alemania ha puesto de manifiesto la distancia creciente entre los supuestos ideológicos de los partidos y las nuevas realidades sociales. Ya en los sesenta, ultimada la integración social y política de la clase obrera, el SPD se transforma en un partido interclasista "de todo el pueblo", pero conserva una sólida base entre la población asalariada, en buena parte organizada sindicalmente. De ahí que en esta etapa, aunque hubiese desaparecido el "movimiento obrero" con una cultura propia encaminada a superar el capitalismo, continúe la estrecha colaboración del partido con el sindicato.

En un mundo de repente globalizado, al desplomarse el bloque soviético, la automatización en la industria y las nuevas tecnologías de comunicación acaban con el pleno empleo que había permitido compaginar estabilidad y crecimiento. El hecho fundamental que caracteriza esta nueva etapa es que ha llegado al final "la sociedad del trabajo", en la que cada uno tenía un empleo de calidad y para toda la vida. Un crecimiento rapidísimo de la productividad supuso la disminución del trabajo en los distintos sectores: la agricultura no ocupa más que un 3% de la población activa, y sólo gracias a estar altamente subvencionada; los obreros industriales decrecen en las sociedades más avanzadas debido, por un lado, a la automatización y, por otro, al traslado de la producción a los países con costes laborales más bajos. Y ahora es en el terciario (bancos, seguros y un largo etcétera) en el que las nuevas tecnologías destruyen muchos más puestos de trabajo que los que crean. El tema central de la nueva sociedad es ampliar el empleo, principalmente en el sector científico, educativo y sanitario, pero también en una amplia gama de servicios, propios de una buena calidad de vida, pero que nadie sabe todavía cómo financiar.

La socialdemocracia en el poder ganó las elecciones no hace todavía dos años con la promesa de recuperar el pleno empleo y evitar el desmontaje del Estado de bienestar, exactamente lo que no pudo hacer en los primeros cuatro años de gobierno y que tampoco ha logrado en el año y pico de la nueva legislatura, pero esta vez el SPD y los sindicatos, extenuados en luchas intestinas, se van quedando sin afiliados y, lo que es más grave, sin la credibilidad que paradójicamente conserva la oposición cristianodemócrata, pese a que promete lo mismo, pleno empleo y mantenimiento del Estado social.

La mayor dificultad a la que se enfrenta el Gobierno alemán consiste en no poder distanciarse de las metas y valores que informaron a la socialdemocracia -a los que afiliados y votantes se agarran como a un clavo ardiendo-, a la vez que en la práctica asumen un desempleo que únicamente resulta sostenible si se desmontan las formas actuales de subsidio de desempleo y de ayuda social, obligando a la ciudadanía a que cada vez se haga más responsable de su suerte. Se promete que desmontando el Estado de bienestar se garantiza su permanencia en el futuro, pero resulta poco creíble. Interpelado el ministro de Economía, Wolfgang Clemens, sobre el hecho de que el dimitido ministro de Hacienda, Oskar Lafontaine, ofrezca una salida socialdemócrata a la crisis, contestó que aplicarla sería el fin de Alemania y que él prefería el declive del partido y del sindicato, que siempre será algo temporal, hasta que llegue la recuperación, al hundimiento del país. Que la política socialdemócrata, tal como se ha aplicado en la última fase, conlleve el desplome de Alemania es precisamente el dogma que mantiene toda la oposición liberal conservadora. Se comprende que se subleven los sectores sociales afectados y con ellos la base del partido. El canciller Gerhard Schröder no ha aguantado más la presión interna y encarga a su fiel escudero, Franz Müntefering, que se encargue de la dirección del partido. Una división del trabajo que ha conocido el SPD con Willy Brandt y Helmut Schmidt o con Lafontaine y Schröder con el mismo resultado catastrófico en los dos casos.

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