La libertad de expresión
En cada ceremonia de los Goya se descubre que a lo largo del año ha habido numerosas películas españolas que merecen sobresaliente, y que hay talentos, muchos de ellos anónimos, que las hacen posibles. Tanto si ganan o no esos feos trofeos que llaman estatuillas. Y también se descubre, aunque esa es otra historia, que todos los cineastas están muy enamorados, tienen hijos y una enorme parentela a la que citan como guía telefónica. Parece increíble que quienes son capaces de admirarnos en la pantalla, tengan luego tan escaso sentido del espectáculo. Aunque, por supuesto, no todos ellos. Firme y clara en el escenario estuvo Mercedes Sampietro defendiendo la libertad de expresión, apoyada como una piña por los anteriores presidentes de la Academia: un acto valiente y rotundo, que puede hacer historia.
Las víctimas del terrorismo habían conseguido convertir la película de Julio Medem en el foco de atención. Premiar o no La pelota vasca podría equivaler, nada menos, a que la Academia del cine español estuviera o no a favor de ETA, tal es la distorsión con que últimamente se maneja lo que ocurre en este país. Aún habrá alguien más que mantenga este disparate. Y aunque no premiaron finalmente La pelota vasca, Medem se llevó la que quizás fue la mayor ovación de la noche cuando Luis Tosar le dedicó su premio. Daba la misma impresión de unión entusiasta que el año pasado se fue haciendo contra la guerra a lo largo de la noche.
No fue una sorpresa que Te doy mis ojos, la magnífica película de Icíar Bollaín con guión de Alicia Luna, acaparara siete premios Goya, todos merecidamente. Había sido, desde su estreno, la clara favorita. La segunda en premios fue La gran aventura de Mortadelo y Filemón, a la que correspondieron, lógicamente, cuantos se refieren a una producción de tal envergadura. Pero cualquiera de las otras películas nominadas los podrían haber obtenido igualmente. Y sus actores y sus actrices...
Ha sido un buen año para el cine español, viendo al menos esta síntesis que los académicos muestran con sus nominaciones. Por eso no hay realmente perdedoras, como se insiste en repetir cansinamente uno y otro año. ¿Cómo puede ser perdedora una película si la nominación en sí es ya un triunfo? Soldados de Salamina, de sus ocho nominaciones, obtuvo sólo los Goya a los efectos especiales y a la (espléndida) fotografía de Javier Aguirresarobe, pero con igual justicia podría haber conseguido varios premios goyas más. Como otras películas que se quedaron en el tintero, Las horas del día, Carmen, La vida mancha... En esto de las nominaciones y los premios suele haber contradicciones.
Este año, por ejemplo, había dos casos curiosos: Planta 4ª, de Antonio Mercero, era candidata a mejor película pero a ningún otro apartado, mientras que Cesc Gay era candidato al mejor director por En la ciudad, que no entraba en la categoría de mejor película.
En estrecha pugna con Suite Habana, parecía también claro que el Goya a la mejor película de habla hispana recaería en la original y conmovedora Historias mínimas, del argentino Carlos Sorín, aunque hubiera pasado desapercibida por nuestras carteleras cuando se estrenó. Carlos Sorín fue uno de los cineastas latinoamericanos que subieron al escenario. Dijeron que éste era el año del cine iberoamericano (acabarán llamándolo hispanoamericano, ya verán).
Un cine, dijo la presidenta de la Academia, Mercedes Sampietro, que quiere reflejar su propia realidad. Como igualmente quiere hacer en ocasiones el cine español, arriesgándose a todos los temas y desde todas las perspectivas. Y en libertad. Ese fue el mensaje de las pegatinas que lucían muchos académicos: un rechazo a los intentos de amordazar el cine y un rechazo indiscutible a la violencia.
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