'Confesiones de una máscara', de Yukio Mishima
EL PAÍS presenta la primera novela, autobiográfica, del excelente e inquietante escritor japonés
Yukio Mishima (1925-1970), considerado el escritor japonés de mayor peso en la literatura contemporánea de su país, publicó su primera novela, Confesiones de una
máscara (que mañana podrá adquirir por 2,95 euros quien compre un ejemplar de EL PAÍS), en 1949, a los 24 años de edad. Lo sorprendente de esta excelente obra es que era, al mismo tiempo, unas precoces memorias de un joven japonés dispuesto a transgredir las normas de la sociedad de su tiempo, pues, en ella, el relato de la infancia y juventud del autor desembocan en el descubrimiento de su homosexualidad, sin ocultar su irreprimible atracción por la belleza, la muerte y la sangre. El éxito alcanzado le permitió dedicarse exclusivamente a la literatura, en la que destacó como poeta, novelista, ensayista y dramaturgo. Defensor de las virtudes del pasado y del patriotismo más sobrio, fue también un decidido partidario del cuidado físico del cuerpo. En 1968, fundó una asociación dedicada a la recuperación del Bushido, el antiguo código de honor de los samuráis, a la que se afiliaron más de cien jóvenes. El mismo día en que acabó con su vida, realizando públicamente un seppuku, un corte profundo en el estómago, Mishima había entregado el manuscrito final de su tetralogía El mar de la fertilidad.
Señales
La vida y la obra de Mishima, su moral austera y su riguroso sentido estético terminaron fundiéndose como pocas veces en la historia de la literatura.
Uno de los relatos que publicó en 1966, Patriotismo, cuenta cómo un joven oficial del Ejército japonés se inmola siguiendo las normas rituales para demostrar así su lealtad al emperador. No fue ni la primera ni la última vez que Mishima mostró admiración por los suicidas. Su última obra teatral, La luna como un arco
tensado, estrenada en 1969, terminaba con uno de los personajes sajándose las vísceras. Eso mismo hizo el autor al año siguiente. "Larga vida al emperador" fueron sus últimas palabras, pero el emperador hacía ya muchos años que no quería saber nada de suicidas grandilocuentes.
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