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Columna
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¡A por la cuarta!

Como si fuera un tablao flamenco en el que se cantan sevillanas, repitiendo en el mismo son diferentes letras -la primera, la segunda, etc.-, aquí vamos, en este proceso de dispersión regional en el que se basó el carlismo para alzarse en armas hasta en tres guerras, a por la cuarta.

No sé por qué principio les parece bien esta dinámica a sesudos prohombres de la izquierda, el vasquismo, el catalanismo, el galleguismo o el andalucismo, cuando sus bisabuelos y abuelos tuvieron que enfrentarse a esa reacción para intentar erigir un Estado moderno. Entonces nadie les llamó "españolistas" ni, mucho menos ,"nacionalistas españoles", sino que se les aplicó un término que ahora se vuelve a usar como si fuera revolucionario y que entonces se acuñó, que es el de "constitucionalistas". Actualmente parece que todo aquel carlismo anticonstitucional vuelve, como un fantasma del pasado, a despertarse de su tumba gracias al aval o la tolerancia de nuestra progresía.

Como resultado, la derecha acaba convirtiéndose poco a poco en el único referente constitucional
Quizá hemos caído en la tentación de apuntarnos a cualquier iniciativa desestabilizadora

Para hacer real la identidad y la personalidad política de cada nacionalidad o región, la Constitución se erigió sobre un Estado altamente descentralizado pero unitario. Era la única manera de hacer viable, no tanto la existencia del Estado unitario -conquista dura donde las hubiera para los españoles que se esforzaron en ello frente a las cacicadas localistas durante todo un siglo-, sino la misma existencia y desarrollo de esas comunidades periféricas. La historia del socialismo "a fuer de liberal" encuentra sus raíces en ese proceso de construcción política que promociona la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, bajo un Estado unitario que en aquellas circunstancias históricas se construía, con penosa lentitud, como un gran logro civilizador.

No sé a qué viene ahora que tantos miembros de la progresía se dejen seducir por fenómenos etnicistas inventados para mayor gloria y monopolio del poder político por parte de las nuevas clases dominantes burocrático-políticas recién surgidas en esas idealizadas regiones o nacionalidades. O será, quizás, que reconociéndose incapaces de llegar con normalidad al poder, hayamos caído en la tentación de apuntarnos a cualquier iniciativa desestabilizadora sin importarnos si es de naturaleza carlista, libertaria, o la mezcla de las dos: fascista.

Posiblemente haya sido el desmoronamiento de la izquierda en España y su refugio en txokos locales o regionales lo que ha promocionado la adhesión de algunos de sus antiguos militantes e ideólogos a este disperso regionalismo, que responde muchas veces a los intereses de los aparatos políticos en cada autonomía, que resulta frecuentemente contradictoria con la estrategia general del partido y que la deja huérfana de una concepción integral de Estado. Pues el Estado no es un sumatorio de autonomías, como se hace evidente cuando se observa tanta contradicción entre unas y otras, aunque sean regidas por una misma formación política.

El Estado nada tiene que ver con los reinos de taifas. El Estado, como lo pensaran nuestros bisabuelos, es una concepción unitaria e integral, que se puede descentralizar mediante fórmulas como la actual de las autonomías. Es la deriva de la izquierda y el sálvese quién pueda de las partitocracias regionales y locales lo que ha producido el descubrimiento del caos periférico como fórmula para la supervivencia.

Luego vendrán los discursos legitamadores de esa deriva, y después las programas electorales con reformas estatutarias, para que ganen las elecciones los nacionalistas. Y como resultado, la derecha española poco a poco acaba convirtiéndose en el único referente constitucional que dota de estabilidad al sistema. Una cuestión que debiera preocupar hasta al Partido Popular.

Pero todo este descubrimiento de los ismos periféricos, que pueden ser muy adecuados para desestabilizar el sistema hasta desde sus cimientos, nunca dará el resultado apetecido de volver a encontrar a una izquierda con solvencia e incluso con posibilidades de acceder al poder. En todo caso, sirve para dar protagonismo a los nacionalismos y a la derecha, pero no le vale a la izquierda para volver al poder en España.

En 1835, una expedición de tropas carlistas salidas del Norte hacia Madrid consiguió reforzarse ante sus puertas con las tropas del general Cabrera y partidas castellanas y andaluzas. La capital estaba a su merced, porque el grueso de sus fuerzas habían salido hacía Bilbao a liberarla del sitio a que estaba sometido. Sólo un batallón de la reina y algún otro de la milicia urbana se les podía oponer. Pues bien, entre las diversas facciones carlistas -hojalateros, realistas, apostólicos, manchegos, castellanos, andaluces, valencianos, vascos y catalanes-se armó tal cirio sobre cómo se constituiría el nuevo Gobierno que el primero en cabrearse, como su nombre indica, fue Cabrera.

Le importó tres pepinos, se volvió al Maeztrazgo, cada cual se fue a su sitio, y Madrid no cayó. Desde la periferia jamás se llega a gobernar en España.

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