La televisión y el cine, reyes del ocio español
Un estudio de la SGAE realizado en 2002 analiza los datos de los hábitos culturales
Corren tiempos difíciles para la cultura, al menos para la que entendemos de forma tradicional, en la que la innovación de los correspondientes lenguajes, la búsqueda de la belleza, la capacidad de estimular la reflexión o la subversión de lo establecido son algunos de sus pilares. Informes, congresos, encuestas, opiniones personales o lamentos nostálgicos señalan, y con frecuencia denuncian, al mercado como dueño y señor de lo que hasta no hace mucho era dominio del talento creador. ¿Supone ello la muerte del hecho cultural o, más prosaicamente, se trata de un cambio en las reglas del juego?
El mercado se ha convertido en un monstruo bifronte en el que se acumulan todas las bondades y maldades imaginables: desde la posibilidad de vivir dignamente de un oficio cultural a la responsabilidad absoluta de la banalización que, al parecer, nos ha tocado vivir. Es, como diría el brasileño Glauber Rocha: Dios y el Diablo en la tierra del sol. Y puesto que nos movemos por terrenos resbaladizos por subjetivos, habrá que acudir a las cifras, datos y estadísticas para tratar de situar los gustos y hábitos culturales de la ciudadanía, conscientes de que la cantidad y la calidad no siempre coinciden.
'Eurovisión: ha llegado el momento' fue el programa con mayor audiencia en 2002
En 2002 cada español vio la televisión por término medio 3 horas y 31 minutos al día
La cuota media de mercado de cine español de 1996 a 2002 fue de un 11,65%
Las representaciones del género lírico superan el millón de espectadores al año
En el último anuario de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE), uno de los informes más exhaustivos y rigurosos que se realizan sobre las artes escénicas, musicales y audiovisuales, se aporta un dato demoledor: en 2002 cada español vio la televisión por término medio 211 minutos diarios, es decir, tres horas y 31 minutos cada día, cifra que prácticamente permanece inalterable desde 1994. Si se desglosa por segmentos de población surgen ciertas diferencias importantes pero todas ellas dentro de un paisaje de apabullante predominio catódico. Los mayores de 65 años de edad, por ejemplo, ven la televisión una media diaria de cinco horas (lo que ayuda a explicar la aceptación de tanto programa de anarrosas en horario laboral en todas las cadenas). El extremo opuesto de la audiencia lo ocupan quienes tienen entre 4 y 12 años de edad, y pese a ello su media diaria frente al televisor es de dos horas y 26 minutos. Añadamos por último que la diferencia media diaria frente al televisor entre los habitantes de los grandes núcleos urbanos y los que residen en ciudades de menos de 50.000 habitantes es de seis minutos al día, lo que se puede expresar algo más literariamente con un "Adiós a la cultura rural".
No es probable que Rafael Gómez El Gallo lo dijera, pero podría haberlo dicho perfectamente: "Esto es lo que hay". Y lo que hay, evidentemente, es que le televisión se ha convertido en la reina de la casa, lo que a su vez supone notables cambios en el panorama cultural o, para ser exactos, en una parte de dicho panorama. Por tanto, todo lo que se quiera hacer llegar de forma masiva al posible destinatario deberá someterse a las nuevas reglas del juego.
Y si de lo general descendemos a lo particular, siempre dentro de las coordenadas del anuario de la SGAE, nos encontramos con la lista de los 50 programas de televisión más vistos en el citado 2002: Eurovisión: ha llegado el momento, Operación Triunfo y Festival de Eurovisión ocuparon los tres primeros lugares del podio televisivo. Fue el año dorado de Rosa, Bisbal, Chenoa o Bustamante, componentes de la primera Operación Triunfo cuyos discos, por otra parte, salvaron la cara de la asediada industria discográfica nacional en el mismo año. La película española más vista de las proyectadas en televisión en 2002 fue El
calzonazos, de Mariano Ozores, un filme de 1974 protagonizado por Paco Martínez Soria y Florinda Chico que aparece en el puesto 46, un dato probablemente desalentador para los amantes de los cine-fórum que sin embargo habrá henchido de orgullo y satisfacción a Parada y su Cine de barrio. Quienes denuncian la degradación de lo cultural encontrarán en estos datos la confirmación de sus análisis, sin que ello conlleve la posesión de la verdad absoluta. Es verdad que la lista de los programas de televisión más vistos no alienta ningún reverdecer ateniense pero también es cierto que quizás la televisión no sea el medio más indicado para valorar el ambiente cultural de ningún país. Sabemos que es el medio más popular pero también sabemos que la cultura más exigente siempre fue minoritaria. Aplicar el baremo de los gustos televisivos a la cultura y, en consecuencia, achacar su degradación, su posible banalización o, incluso, su infantilización al poderío televisivo es manipular demagógicamente la realidad. Lo que se ha banalizado es aquella porción de la tarta cultural que hace tiempo optó por la rentabilidad económica inmediata del producto, anhelo legítimo de toda industria -en este caso, de la llamada industria del ocio-, es decir, esa porción de la tarta que decide trascender el ámbito minoritario de la cultura y acceder a la demanda masiva y popular, lo que, evidentemente, la obliga a utilizar las nuevas reglas del juego: costosos lanzamientos comerciales, promociones, marketing, publicidad, etcétera, enfocados prioritariamente hacia la televisión, el todopoderoso emblema protector de la tribu.
Llegados a este punto conviene señalar que las nuevas y costosas reglas del juego mercantil son aceptadas gustosamente por un selecto y contradictorio número de artífices de las muy distintas ramas de la cultura (de la literatura al teatro, de la música popular a la pintura) que considerándose dignos e irredentos representantes del sacrosanto oficio de creadores consideran llegado el momento de ampliar sus horizontes e influencia y, con ello, sus cuentas corrientes.
Importantes escritores hay que tras denunciar los males que nos afectan por habernos vendido, todos, por un plato de lentejas, exigen a través de sus agentes literarios un anticipo equivalente a 5.000 o 10.000 cocidos completos. Incluso los hay que exigen mediante contrato un anticipo multimillonario y el doble para promoción y propaganda, condiciones muy respetables -sobre todo si son aceptadas por la parte contratante- pero que deberían refrenar sus ardorosas críticas contra el sistema. El resto de la tarta cultural, impregnada en mayor o menor medida por los nuevos rumbos industriales y comerciales, mantiene una cierta continuidad coherente con la canónica. Son los pequeños o grandes empresarios que no desisten de su empeño por llevar la cultura, clásica o vanguardista, a quienes la disfrutan, asumiendo la condición minoritaria de su clientela, ajustando sus presupuestos y anticipos, y orgullosos de haber coadyuvado a la transmisión de la belleza y la inteligencia.
En terrenos menos altisonantes pero, también, significativos cabe citar al Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales (ICAA), dependiente del Ministerio de Cultura, que presentó hace unas semanas un análisis de la evolución del cine español en el periodo 1996-2002, informe que complementa el anuario de la SGAE en lo referente, claro está, al cine exclusivamente. Y si seguimos las valoraciones que ofrecen los datos del mercado cinematográfico, cabe destacar una notable aproximación entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la cantidad y la calidad, es decir, entre la taquilla y el aprecio de la crítica. Si como se señalaba anteriormente sobre los 50 programas de televisión más vistos en 2002, la primera película española que surgía en la lista era El
calzonazos, de Mariano Ozores, y en el puesto 46, las listas de las películas españolas más vistas de las exhibidas en salas en el periodo 1996-2002, según el informe del ICAA, son bastante distintas. En 1996 fue Two
much; en 1997, Airbag; en 1998, Torrente, el brazo tonto de la
ley; en 1999, Todo sobre mi
madre; en 2000, La
comunidad; en 2001, Los
otros, y en 2002, El otro lado de la cama.
Si ampliamos el enfoque, vemos que, por ejemplo, en 1999 fueron cuatro las películas españolas que superaron el millón de espectadores: Todo sobre mi madre, Muertos de risa, La novena puerta y La niña de tus ojos. También en 2001 fueron cuatro las películas españolas que superaron el millón de espectadores: Los otros, Torrente 2: Misión en Marbella, Juana la Loca y Lucía y el sexo. Y al año siguiente, en 2002, fueron de nuevo cuatro los filmes españoles que superaron la anhelada cifra del millón de espectadores: El otro lado de la cama, Los lunes al sol, El hijo de la novia y Hable con ella, títulos tras los que surgen los nombres de Pedro Almodóvar, Alex de la Iglesia, Fernando Trueba, Alejandro Amenábar, Santiago Segura, Vicente Aranda, Julio Medem, Emilio Martínez Lázaro y Fernando de León, además del argentino Juan José Campanella y el polaco-francés Roman Polanski.
La simple relación de títulos y realizadores de las películas españolas más vistas en las salas de proyección en los últimos cinco años permite deducir el aprecio popular por un cine bien hecho que cuenta también con el reconocimiento de la crítica y con numerosos galardones nacionales e internacionales. Lo bueno vende, por más que el comportamiento del mercado no sea siempre justo ni constante, y sin olvidarnos de que todo lo dicho hay que situarlo en un paisaje muy concreto, el que describen dos datos tan perturbadores como indiscutibles: la cuota media de mercado del cine nacional entre 1996 y 2002 ha sido de un 11,65% frente al 73,59% de la cuota de mercado del cine de EE UU en el mismo periodo.
La confirmada banalización de los gustos de los telespectadores no coincide con quienes asisten a las salas de proyección en las que se exhiben películas españolas. Dicho de otra manera: el nivel cultural medio de la ciudadanía se eleva en función del esfuerzo exigido para acceder al hecho creativo deseado, lo que es lo mismo que señalar que, por definición, no se es muy exigente con aquello que se consigue sin el menor esfuerzo.
Pero esa verdad de Perogrullo suele servir de coartada intelectual para el lamento: puesto que el mercado degrada la cultura, añoremos los tiempos en los que la ley de la oferta y la demanda no intervenía de manera tan directa en la misma, silenciando que ese maléfico mercado permite con relativa frecuencia éxitos cuantitativos insospechados para obras de muy digna calidad, desde las novelas de Vargas Llosa o García Márquez, por ejemplo, a las visitas multitudinarias a las grandes exposiciones plásticas de la temporada (Vermeer, Tiziano...), a cifras muy importantes de ventas de pequeñas y exquisitas joyas de la muy pirateada industria discográfica (Lágrimas
negras, de Bebo Valdés y Diego El Cigala, sin ir más lejos) o a una cierta estabilidad en el millón largo de espectadores que asisten anualmente a las representaciones del género lírico (ópera, operetas y zarzuelas), lo que sin duda no ocurría en tiempos anteriores a la tan vituperada irrupción de las nuevas reglas del juego. Y silenciando también que la incidencia del imperio del libre mercado afecta a la minoritaria cultura tradicional en aspectos tangenciales o secundarios, pues si es verdad que, en lo que se refiere a la lectura, la "vida comercial" del libro se ha reducido notablemente en las estanterías de las librerías por la enorme cantidad de novedades editoriales, también es cierto que no se ha dejado de editar a autores de tanto talento y rigor como moderadas ventas, más el añadido de la posibilidad de las ventas electrónicas por la Red, lo que en alguna medida ha conseguido prolongar la vida real de algunos estimables fondos de catálogo.
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