¿Soy un antisemita?
Conocí hace muchos años a un francés que viajaba frecuentemente a España pese a los tres odios que sentía por nuestro país: Franco, la manía viril de escupir en el suelo y el maltrato a los animales. En cierta ocasión, el francés, profesor universitario algo arrogante de expresión, comentó esas fobias delante de unos compatriotas míos, que se molestaron y (aun siendo de izquierdas) evocaron los mitos de una leyenda negra anti-española. Yo le di la razón al altivo francés, pues, si ser español significaba (entonces) aceptar al Generalísimo, andar por las calles sobre un río de escupitajos y sentirse impasible ante las mataduras de asnos y perros, prefería considerarme apátrida o andorrano.
Ahora, una parte de la opinión pública israelí y sobre todo los políticos que gobiernan en Tel Aviv están muy irritados con los europeos, que en el último Eurobarómetro situaron a Israel en cabeza de los países amenazantes. Sharon ha puesto el grito en su cielo, su ministro de la Diáspora, Nathan Chtransky, afirma que detrás del sondeo "se esconde un verdadero antisemitismo", el muy loable Centro Simon Wiesental de Los Ángeles levanta una voz muy agria y pide que Europa sea excluida del proceso negociador en Oriente Próximo, y también unas palabras del músico griego Mikis Theodorakis coincidentes con ese parecer de los consultados le ha valido la acusación de propagar "eslóganes utilizados por la Alemania nazi".
Repasemos los hechos. Un sondeo encargado por la Comisión Europea y llevado a cabo entre 7.515 ciudadanos de los quince países miembros dio el siguiente resultado: un 59% de los consultados considera a Israel el país que más amenaza la paz mundial, seguido a corta distancia por Irán, Corea del Norte y Estado Unidos (empatados en un 53%), Irak (52%) y Afganistán (50%). La España de Aznar no aparece entre los países de riesgo, pese a la drástica solución punitiva que la vicepresidenta de la Comisión, Loyola de Palacio (del conocido dúo cómico-vocal The Palace Sisters), ha propuesto: tomar medidas contra los que organizaron la encuesta, no contra los que amenazan. O sea, una vez más, y siguiendo la filosofía (por decir algo) favorecida en el PP, cortarle la cabeza al mensajero de las malas noticias, sin el menor interés en atajar el mal de su origen.
Los portavoces autorizados del Gobierno de Bush no han mostrado una indignación audible ante ese segundo lugar compartido de Estados Unidos, tal vez porque 7.500 "europeos viejos" no suponen, en sí mismos,un desafío a la arrasadora pujanza de las jóvenes fuerzas armadas e industrias asociadas que Rumsfeld and Co. comandan de forma a veces indistinguible. Irak, en estos momentos un país imaginario, no está en condiciones de protestar su designación, pero sí lo ha hecho Israel, cabeza (de lanza o misil) de la clasificación resultante. A la acusación generalizada de que los europeos votantes son antisemitas se une la rabia, expresada muy claramente por un diplomático israelí citado en este periódico por Bosco Esteruelas, de que "Palestina no figure en la lista". ¿No se les ocurre pensar a los indignados funcionarios y ciudadanos judíos que quizá una de las razones que han llevado a los europeos a opinar así es el hecho de que Palestina no sea, precisamente, un país como es Israel, sino a lo sumo un conjunto desplazado, precario y humillado de personas desesperadas, a veces, desde luego, salvajemente crueles en sus réplicas de terrorismo suicida?
Hablo por mí (que, sin formar parte de los 7.500, comparto punto por punto el sentido de su opinión), pero no me cabe duda de que el posible porcentaje de "antisemitas verdaderos" es muy pequeño e irrelevante en el conjunto de los consultados. ¿O acaso son esos 7.500 anónimos europeos también anticoreanos (o anticomunistas), antiamericanos (o anticapitalistas), antiiraníes (o anti-ayatolás)? Demasiados antis diversos y contrapuestos en una misma coincidencia y en una cifra de opinantes tan amplia. Lo que en Europa -y en otros lugares del planeta no sondeados- predomina es simplemente un sentimiento de condena a la despótica intransigencia de Ariel Sharon, a la impunidad de sus castigos criminales contra palestinos desarmados, a la abusiva construcción del muro separador, al silencio o apoyo explícito que esos actos ilegítimos (protestados ya por muchos civiles y militares israelíes, entre ellos cuatro ex jefes de los servicios secretos) obtienen de facto gracias a la poderosa complicidad norteamericana.
La falacia de que condenando las acciones de un Gobierno se vilipendia a los ciudadanos de ese país, sea una u otra su religión y su raza, no es nueva, y, pese a su torpe e inverosímil sustentación argumental, no deja de extenderse. Los españoles la conocemos sobradamente. Fue un arma favorita de defensa del general Franco, y, para sorpresa de pocos, ha reaparecido en las últimas fases del mandato de Aznar, utilizada para desacreditar a los que por protestar contra la intervención española en la guerra de Irak estarían, según el régimen, socavando la moral de nuestro Ejército y el papel estelar de España en la palangana donde Bush Jr. se lava sus vergüenzas entre proyectiles y petrodólares.
Señalado, para tranquilidad de la conciencia de todos aquellos que nos manifestamos en las calles españolas la pasada primavera, que no somos unos taimados vendepatrias ni unos renegados, paso a la acusación más reciente. Una parte fundamental de mi cultura (de toda la cultura occidental) se basa en textos filosóficos, poéticos o narrativos escritos por judíos, cuya peculiaridad formal y semántica ha marcado también el cine, la pintura y la música que católicos, judíos y creyentes de cualquier o ningún credo seguimos teniendo por nuestros. Y algo más: no hace falta haber sufrido el Holocausto, a través del exterminio de familiares cercanos o el exilio de antepasados, para reconocer la línea moral divisoria que aquella trágica corrupción de valores trazó para siempre en nuestra conciencia. No hay, sin embargo, traición a esa cultura ni olvido del exterminio nazi en el hecho de condenar los helicópteros devastadores de poblados palestinos y a los generales y ministros que ordenan legalmente tales represalias, del mismo modo que para el europeo que hoy trata de acercarse positivamente a nuestros inquilinos árabes no deben desvirtuar los fundamentalismos fanáticos de algunos gobernantes o clérigos musulmanes la imagen total de países que están tratando de conciliar, con grandes dificultades, la renovación social, el peso desmedido de una teocracia y la extrema pobreza. Es grotesco, y estadísticamente falso, vincular a la intelligentsia y opinión pública europeas con el antisemitismo enemigo que late detrás de los últimos y horrendos atentados contra sinagogas o ciudadanos judíos de países islámicos. Tampoco representan a ese 60% de opinantes del Eurobarómetro y a quienes les corroboramos las voces inequívocamente fascistas de Le Pen, Haider o el diputado de la CDU alemana que acaba de ser expulsado de su partido.
En el magnífico libro Memorias de un antisemita, el escritor Gregor von Rezzori, moviéndose entre la novela y la memoria, hace un sincero perfil -no desprovisto de ácida autocrítica- de su trato con los judíos, un pueblo al que su aristocrática familia austro-húngara le había enseñado desde niño a menospreciar. Para los de su clase, escribe von Rezzori, "era impensable sostener relaciones tan directas con los judíos. Es cierto que se trataba de seres humanos, eso nadie se atrevía a negarlo, pero uno no establecía relaciones estrechas con los demás sólo porque eran humanos" (cito por la edición española de Anagrama, en traducción de Juan Villoro). En el libro podemos seguir la larga peripecia de conocimiento (y enamoramiento de una judía, más tarde esposa suya) que lleva al narrador, en una aventura personal de autorrevelación, desde el odio inculcado al descubrimiento de aquello "más que humano" latente -por encima de la adscripción religiosa, la ideología o la pertenencia étnica- en todos los seres. El proceso que una mayoría de europeos, entre los que me cuento, experimenta hoy es el inverso: apegados por cultura común y afinidad en el dolor a un valeroso y castigado pueblo como el hebreo, nuestra condición de filosemitas ha de pasar el difícil aprendizaje de una condena del sionismo expansionista dominante entre los dirigentes político-militares seguidores de Sharon. Pues ningún recurso humanista, ninguna apelación al linaje perseguido y al exterminio imprescriptible puede enmascarar la amenaza que supone la despiadada política del Estado de Israel.
Vicente Molina Foix es escritor.
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