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CLÁSICOS DEL SIGLO XX (2)
Columna
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Fiel a la imaginación y al entendimiento

Darío Villanueva

En 1958, Karen Blixen denunciaba el hastío de los lectores daneses hacia las "descripciones de la dura y pura realidad" y hacía un llamamiento a sus colegas para que exprimiesen "las uvas del mito y la fantasía". Cinco años más tarde, Gonzalo Torrente Ballester confesaba que Don Juan había nacido también de "un empacho de realismo".

La primera fuente de semejante hartazgo provenía de su propia obra, pues acababa de escribir la trilogía Los gozos y las sombras. Pero en ello habría algo más, no en vano desde el final de la guerra nuestra novela había derivado de un verismo tremendista a un neorrealismo que finalmente había cuajado en compromiso. Luis Martín Santos acababa de dar, con Tiempo de silencio, otra llamada de atención. La balanza del arte narrativo se había escorado peligrosamente hacia un peculiar realismo social que vino a hacer cierto que con buenas ideas se puede hacer mala literatura. El novelista gallego, por su parte, no se consideraba en condiciones de influir en la marcha de la novela del momento por su condición de "guerrillero y no de soldado regular", desentendido de grupos o escuelas, pero es muy probable que le pesase la misma losa.

Pero Don Juan nace también de una frustración, la de una carrera teatral que su autor persiguió desde sus años mozos. Entre 1938 y 1950 escribió seis piezas, ninguna de las cuales llegó a estrenarse. Desde ese último año hasta las vísperas de Don Juan, Torrente Ballester ejerció la crítica teatral, y en el volumen que recoge sus ensayos hay no menos de tres sobre el gran mito escénico construido en torno a la figura del Burlador.

Con todo, el más interesante de esos textos es la conferencia que leyó en 1966 en la Universidad de Albany acerca de la génesis de su novela Don Juan. Sabemos, así, cómo años antes le había indignado una nueva versión cinematográfica del Tenorio, que acababa haciendo de él un marido burgués. No menciona los responsables de tal desaguisado, pero supongo que se trataba de la película de José Luis Sáenz de Heredia. Lo que nuestro escritor no soportaba era esa última degradación por la que un bizarro personaje de Tirso, tras haber ascendido a las cumbres del mito literario, había parado en la normalidad del tipo y, finalmente, en la sima de la vulgaridad. Ello le sugirió escribir un nuevo drama donde Don Juan recobraba su grandeza, o la incrementaba incluso en clave blasfematoria, al convertirlo en "el que se hombrea con Dios", con una insolencia que, ya en la novela de 1963, nos recuerda continuamente los desplantes del marqués de Bradomín.

De la vasta tradición que este mito generó, Torrente Ballester toma cosas de Mozart -sobre todo a Leporello, encarnación aquí de un diablo cínico- y bastante de lord Byron, pues su Don Juan es un rebelde social, sabemos de su educación sentimental y no enamora por su labia, sino por su mera presencia física. Pero lo más notable es que su novela, que contiene toda una teoría del amor, es en realidad una suma de piezas teatrales brillantemente narrativizadas, hasta llegar al último capítulo, donde los personajes no míticos asisten en París a la representación del drama titulado Mientras el cielo calla o El final de Don Juan. Si nuestro escritor confesó un día que, tras su fracaso como dramaturgo, sólo la narrativa lo rescató de "las aceitosas provincias del resentimiento", cabe añadir que acaso Don Juan no sea la mejor de sus novelas, pero incluye algunas de sus más logradas piezas teatrales.

Este Don Juan, que nació de un cansancio de realismo y de la frustración de una carrera teatral, también propinó a su autor un considerable fiasco. Él mismo llegó a vaticinarlo. Considerando su obra una herejía para los vientos que entonces soplaban, presumió el silencio como respuesta. Y así fue: nueve años tardó en agotarse aquella primera edición, hasta la misma fecha en que Gonzalo Torrente Ballester, ya sesentón, paladeó el éxito gracias a La saga / fuga de J. B. Mas ni esta novela, ni la trilogía, ni Fragmentos de Apocalipsis significaron para él nunca lo mismo que Don Juan, "una obra que amo" -dijo en Albany- porque era la que le había permitido ser lo que realmente ambicionaba, un novelista en libertad, fiel tan sólo a la imaginación y al entendimiento, combinados "con capricho, pero también con rigor". Si por aquellos años sabía condenada al ostracismo su novela preferida porque los españoles "no aceptan ni lo intelectual ni lo fantástico", a lo mejor ahora, en plena transmodernidad, suene la flauta y con esta nueva edición Don Juan consiga los lectores que en su momento no tuvo. Sería, en tal caso, un eslabón más de esa cadena absurda que acabó enredando en la gloria literaria a aquel celta de cultura latina, como él se consideraba.

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