Vladímir Grozny I
Iván Grozny, mejor conocido por aquí como Iván el Terrible, fue un gran líder para unas huestes desalmadas que pusieron las primeras piedras de un imperio ruso, ni mucho menos tan estable como la mitología nacionalista asegura, pero sí con ese cierto orden que el terror impone cuando es unilateral y está dispuesto a utilizar todas sus armas. Seres piadosos suelen hablar en este sentido de "la paz de los cementerios" aunque ni siquiera es necesario que así sea si los métodos de sepelio son lo suficientemente contundentes como para permitirse el enterrar sólo las ambiciones, las ilusiones o las opciones de los rivales y no sus cuerpos, por lo demás tan corruptibles habitualmente como sus almas. Pedro el Grande, un zar que ya comía a veces con cubiertos gracias a la insistencia de sus asesores alemanes, no conocía tampoco otra técnica que la decapitación, en contadas ocasiones metafórica, para impartir modales e imponer el orden en aquel imperio de la Rusia eterna que se gestaba a espaldas de Europa. Después se merece un recuerdo Stalin, ese georgiano poco pulido en maneras pero de cerebro tallado con esmeril. Éste se tomó más en serio el término de "aniquilación" en sentido estricto cuando había que tratar con rivales reales o supuestos, disidentes forzosos o imaginados.
Hoy, nuestro flamante presidente de la Rusia democrática, Vladímir Putin, demuestra que todas las clases de urbanidad recibidas en almuerzos y ágapes en Camp David, la Casa Blanca, el Palacio Buckingham, El Elíseo o La Moncloa no le han alejado un ápice de sus ancestros en el olimpo ruso del poder de aplastamiento del prójimo. El triste suboficial del KGB con vocación de delator entre los soviéticos estacionados en la República Democrática Alemana, elevado a los altares del "gran estadista" por los líderes de Occidente y por sus implacables castigos contra la población civil chechena, nos demuestra ya que sabe de la historia de su país y de la forma en que tratar a sus ciudadanos, si son judíos mejor que mejor.
Mijaíl Jodorkovski, propietario del mayor consorcio petrolífero de Rusia, judío, como todos los millonarios rusos beneficiario del expolio de la propiedad estatal soviética en la pasada década, renunció ayer a sus derechos como jefe de la compañía después de que Putin le expropiara la mayoría de sus acciones. Parece haber entrado en razón después de que el pasado 25 de octubre, el Kremlin decidiera cargarlo de cadenas y encarcelarlo por unos cargos que podrían aplicarse al 95% de los rusos que viven con cierto bienestar y por supuesto a todos aquellos que ayudaron a Putin a estar donde está, en la cúpula de un Estado totalitario que pretende que las democracias se olviden de todos sus principios bajo la amenaza de que toda otra alternativa sería el caos social y la ruina para sus socios, además de la pérdida de un aliado fiel en una lucha contra el terrorismo en la que nunca nadie supo realmente dónde estuvo Putin. Pudo estar bajo los edificios que volaron en Moscú y tanto lo auparon a la presidencia -culpables los chechenos, claro- o en el suministro de tecnología nuclear a Corea del Norte o a Irán. Pero Bush insiste en que ve "una mirada sincera" en esos ojos de pez de su fiel amigo en jornadas campestres. Su Dios le conserve la mirada. A Bush, el omnicreyente.
Los enemigos de Putin en Rusia parecen rendirse hoy, ante una indiferencia exterior que sólo muestra leves indicios de resquebrajarse. Pero todos aquellos que hayan dado por muerto el proceso de democratización de Rusia iniciado hace 12 años y se contenten con el cómodo modelo chino del capitalismo bajo la dictadura -la de Pekín ya del FSB (ex KGB) en Moscú- pueden algún día tener una mala sorpresa. Porque Putin tiene más rivales que Iván Grozny y Pedro el Grande y los tiempos hoy fluyen con celeridad. Aquí no se apuesta por nadie bueno, pero siempre es malo apostar por quien no sólo entierra en vida y liquida los principios propios, sino que, además, no tiene en absoluto las garantías de ganar. A medio plazo al menos.
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