Un día en un instituto
En la Girona de postal, los emigrantes son invisibles. Están enterrados en las zanjas, dándole al pico y a la pala. En cambio en Salt, donde la postal pierde su nombre, las calles están repletas de gentes de todos los colores, que habitan en los bloques obreros y hacen cola en el Centro de Asistencia Primaria. Sus hijos han llamado a la puerta de los centros educativos. Así ha sucedido en el instituto Salvador Espriu. El cambio de paisaje social coincidió con el caos de los primeros años de la reforma y algunos profesores reaccionaron con desesperación. El cambio se ha consolidado. He decidido pasar un día en este instituto para saber qué tal están las cosas. Llego a las 8.35 y todo el mundo está ya en clase. Silencio completo en los pasillos. El edificio es chato, pero tiene la dignidad de los pisos modestos: limpio, claro, decente. Luis Sobrino, el director, lleva años reclamando la reforma de la ajadísima fachada, pero me enseña con una sonrisa unas aulas nuevas, y el humilde pabellón recién pintado.
Familia, Administración y medios de comunicación estamos dejando solos a los profesores. En soledad, afrontan la batalla esencial de la educación
Rodeado de profesores, escucho las inevitables quejas de todo centro público de enseñanza. La irrelevancia de la delegación provincial, que nunca puede resolver nada. El imperio del "ordenador central" que dicta y uniforma. La escasez de personal especializado para atender a la compleja realidad social (inmigración) que el instituto ha tenido que afrontar. La sobrecarga de alumnos por clase, siempre por encima del tope legal. La imposibilidad de acceder a enseñanzas específicas más propias de lo que antes era la enseñanza media (enseñanzas que ayudarían a ampliar el espectro social del centro y permitirían un respiro a los profesores, reconvertidos en educadores sociales). Etcétera. El ambiente es sereno. No hay aquí victimismo, sino lúcida reflexión. "El mundo ha cambiado, nuestro trabajo ha cambiado, procuramos que el centro funcione lo mejor posible, pero echamos en falta una mayor sensibilidad por parte de la Administración: nos trata como si tuviéramos los mismos problemas que un instituto del centro". De vez en cuando un chico se acerca a la sala de profesores para pedir algo. Llama educadamente a la puerta. Uno de ellos es marroquí y se expresa en vacilante catalán. La segunda es Binta, risueña y bulliciosa. "La diversidad cultural que acogemos es muy extrema y origina grandes desniveles de aprendizaje, dificultades lingüísticas, problemas culturales que capeamos como buenamente podemos". Y pueden bastante, pues el centro funciona con una atención personalizada a cada alumno. Como demuestra la sonrisa de Binta, quien, de no ser por la atención de sus profesores, seguiría cargando con una tremenda historia familiar.
Los árboles, plantados en el patio cuando el centro fue inaugurado, son ya respetables. Salen en tromba hacia ellos los alumnos de todos los colores. Los de ESO son niños, realmente. Juegan al fútbol con una botella de plástico. Tres profesores están de guardia. Uno controla la salida. Sólo pueden ausentarse los de Bachillerato. En el patio, los alumnos se agrupan por amistad, por razas, por sexo. Un grupo de tres niñas con velo se encoge en un banco. "Conseguimos que una chica se quitara el velo para que se integrara mejor en la clase y su padre lo aceptó, pero después se dio cuenta de que la chica también se lo quitaba en la calle y protestó: 'Es como si se bajara los pantalones en medio de la calle', decía". Dudas, muchas dudas: "Un viejo principio pedagógico recomendaba que los profesores y los padres debían educar al unísono: ¿Hay que cambiar ahora este principio? Es difícil y muy arriesgado". Ante nuestras narices se produce una pelea interracial, rápidamente abortada. La conversación da tumbos. Anécdotas sobre la influencia del origen en el aprendizaje. Los rumanos son muy listos para las lenguas, etcétera.
En la sala de profesores, mientras una corrige ejercicios y otro lee el diario, escucho a Santi, viejo camarada: "Creíamos que a través de la cultura íbamos a construir una sociedad más lúcida, y ya ves..., algunos alumnos hasta defienden a Hitler". Los liberales creen que la culpa es de Rousseau, le digo, pero la culpa debería estar un poco más repartida. "¡La culpa es de la tele!", tercia otro. "¿Cómo podemos luchar con una pizarra contra la tele?". Y, sin embargo, los alumnos siguen llamando a la puerta antes de entrar. Y en la biblioteca o en las aulas se respira ambiente de trabajo.
Comparto la comida con un grupo de profesores. Profesoras, debería decir. Son mayoría absoluta. Les preocupa menos el descenso del nivel académico que el desbarajuste familiar. Muchos adolescentes llegan sin haber desayunado y se hartan de chuches. Hablan y no paran sobre trastornos alimentarios y desórdenes afectivos, sobre la presión publicitaria. Luchan contra todo esto, organizando cursillos y conferencias con un grupo de padres comprometidos. Para ilustrar el descontrol de muchas familias, cuentan la anécdota de la madre que robó el novio a su hija. Un programa llamado El diario de Patricia parece haberse convertido en el gran referente moral de los adolescentes.
Paso, finalmente, un rato en la coqueta biblioteca que fundó Ana, profesora veterana y amiga, quien me reprende, medio en broma, medio en serio: "¡Vas a escribir sobre nuestro instituto? ¡Mucho cuidado con lo que dices! No somos un gueto, todavía. ¡No instigues al alumnado más normal a huir de nuestras aulas!". Existe cierta prevención en los centros de enseñanza hacia los medios de comunicación. Temen nuestra afición a poner el dedo exclusivamente en las llagas. Familia, Administración y medios de comunicación estamos dejando solos a los profesores. En soledad, pero sin desfallecer, afrontan la batalla esencial de la educación. Me despido de ellos, cuando el sol empieza a declinar. Sol de otoño. Dulce y cariñoso como estos profesores que defienden el valor de la enseñanza en la trinchera más difícil. Sin perder el ánimo ante el presente, tan confuso y raro.
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