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Malestar en la calle de Sant Pau de Barcelona por el tráfico de drogas

Una veintena de toxicómanos toman la vía como centro operativo

Vecinos y comerciantes de la calle de Sant Pau, en el centro de Barcelona, ven con creciente malestar y preocupación la actividad de una veintena de toxicómanos que se instalan, a cualquier hora del día, en los portales y las esquinas para comerciar con pastillas de metadona y todo tipo de drogas. La presencia de patrullas policiales sólo consigue ahuyentarlos momentáneamente. A los cinco minutos, vuelven.

Sant Pau, la arteria que une las dos ramblas, es una calle de contrastes. Comercial y con una considerable oferta para el turismo joven o de bajo presupuesto, pero a la vez una de las más degradadas. Todos los días y a cualquier hora, alrededor de 20 drogadictos se pasean por esa vía. Cabizbajos y con la mirada perdida, se detienen en las esquinas para realizar la venta o el intercambio de metadona por otro tipo de drogas.

Tras esta transacción, que a veces se cierra con la ingesta de metadona con alcohol, comienza el merodeo por la calle. El clima se tensa y abundan las escenas desagradables: a veces caen inconscientes en las puertas de los edificios o en las esquinas, otras se pelean entre ellos y a menudo vomitan.

El bar Marsella es, por su antigüedad, uno de los locales más representativos y aparece reseñado en diversas guías turísticas. "El problema es que justo al lado de la recomendación ponen la coletilla de cuidado o alerta", lamenta José Lamiel, dueño del establecimiento y presidente de la Asociación de Comerciantes de la calle de Sant Pau.

Patadas a las neveras de los bares y empujones que terminan con vidrios rotos son algunas de las escenas que ahuyentan a los clientes y que desesperan a los dueños del Marsella, a los del restaurante paquistaní Kashmir y los de la bodega La Masia. "Los traficantes y consumidores de droga generan violencia en las calles y perjudican la imagen de la zona", se queja Rosa Guillén, encargada de la bodega y vicepresidenta de la asociación.

En la puerta contigua al restaurant Kashmir, hay un hombre alto, delgado y moreno sentado en un escalón. Con un pantalón deportivo rojo, se levanta en cuanto ve que dos hombres se acercan. Tras un pequeño intercambio de palabras, éstos le entregan tres euros y reciben una o dos pastillas de una bolsa de plástico. Son las cinco de la tarde. El intercambio se realiza a 100 metros de un coche patrulla de la Guardia Urbana y unos minutos antes de que pase otro de la policía frente a ellos. "Esto es así todos los días, y si les dices algo o les denuncias, te tiran botellas o te dejan la entrada del local impresentable", lamenta Naeen Sarwar, dueño del restaurante.

La policía y la Guardia Urbana pueden hacer poco. Patrullan por la calle de Sant Pau con más frecuencia desde que los vecinos han planteado sus quejas, y piden la documentación a los jóvenes que merodean. Pero sólo pueden detener a los toxicómanos o los camellos si los cogen en flagrante. El portavoz de la Guardia Urbana, Sergi Amposta, es consciente del trapicheo que se produce a diario, pero confiesa que es muy difícil intervenir en el momento en que se produce el canje. "Se van en cuanto ven un uniforme", dice. Agrega que "es la policía la que debe realizar las investigaciones y encargarse de este tipo de cuestiones a fondo".

Según el portavoz del Cuerpo Nacional de Policía, Federico Cabrero, es muy difícil dar cifras exactas del número de patrullas que se encargan de las zonas de la ciudad: "Varían en función de los problemas de cada día".

En el cruce de Junta de Comerç con Sant Pau hay un centro de la Cruz Roja que se encarga del tratamiento de los heroinómanos. Un letrero advierte de que las pastillas de metadona, una vez fuera del centro, son responsabilidad del usuario, aunque personal de la Cruz Roja intenta controlar el destino final del medicamento. "Ahora los monitores salen, se pasean por la calle y si ven que algún paciente está comercializando con la metadona los sacan del programa", aclara el presidente de la asociación de comerciantes.

Son muchos los pacientes que se benefician de los tratamientos de metadona, que evitan que tengan que delinquir por causa de su toxicomanía. Y los que trafican con la metadona, una minoría, en algunos casos toxicómanos que están en fase final del traamiento y reciben dosis semanales. "Los hay que no son lo suficientemente fuertes y acaban negociando con los camellos, que son los que se aprovechan de la situación", añade.

Un problema de imagen

Los comerciantes y vecinos de Sant Pau coinciden en que es la imagen de la calle la principal víctima. "Sin los camellos merodeando por las esquinas todo el día, vendrían más turistas. Es una lástima que tengamos que soportar esto", argumenta la encargada de una bodega.

Los turistas no son los únicos que evitan pasar por la calle de Sant Pau: "Los vecinos están cansados de pedirles que se aparten de la puerta para poder entrar en sus casas. Eso sin contar que los ancianos que viven por aquí ya no dicen nada por miedo", explica Ángela, vecina de Sant Pau.

Naeen Sarwar, dueño de un restaurante y agredido en varias ocasiones por los toxicómanos, dice que comprende a sus amigos y a los turistas cuando aseguran que no se atreven a pasar por la calle de Sant Pau: "¿Quién va a comer aquí, cuando en la entrada de mi local hay grupos de gente que hace ruido, toma pastillas y alcohol, y tira porquería al suelo?".

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