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Columna
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Guerreros, SA

Andrés Ortega

La guerra también se privatiza, y la guerra global, aún más. Cada vez más civiles participan en ella, a través de un proceso de creciente externalización de algunas funciones y misiones. En la guerra del Golfo de 1991, una de cada 50 personas que EE UU tenía en el campo de batalla era un civil contratado. En esta guerra de Irak hay unos 10.000 contratistas privados militares trabajando para los algo más de 100.000 soldados de EE UU, según Peter Singer, autor de un estudio para la Brookings Institution, titulado Guerreros corporativos. "Con el crecimiento de la industria militar privada, estos actores en el sistema global tienen acceso a capacidades que cubren todo el espectro de la actividad militar", señaló, desde operaciones de combate a espionaje o planeamiento estratégico. Y tienen un alcance global. EE UU los usa en África para formar cuadros militares locales, o en Colombia para perseguir a narcotraficantes. No es un fenómeno totalmente nuevo. "Todo imperio, del antiguo Egipto a la Inglaterra victoriana", escribió Singer, "ha utilizado fuerza contratada".

No son mercenarios, en un sentido tradicional, prohibidos por la Convención de Ginebra de 1949. En su mayor parte no van armados, pues en tal caso no se podrían considerar "no combatientes". Dependen para su protección de los soldados regulares, a los que ayudan a disparar armas de uso complejo y en otras muchas funciones de apoyo. Pertenecen a las llamadas empresas militares privadas, que se han convertido en un negocio lucrativo, con una cifra global que, según calculaba The New York Times, puede rondar los 100.000 millones de dólares.

¿Sorprende que en Irak, como señalaba un informe de Business Week sobre esta "externalización (outsourcing) de la guerra", el principal de estos contratistas sea KRB (Kellog Brown and Root), una subsidiaria de Halliburton, la empresa de la que era directivo el actual vicepresidente de EE UU, Dick Cheney? Todo queda en familia. El complejo industrial-militar, que denunciara el presidente Eisenhower cuando salió de la Casa Blanca, se complica aún más: no ya sólo se trata de armas, sino de servicios militares.

De la mano de la famosa RMA (Revolución en los Asuntos Militares que han traído las nuevas tecnologías), muchos países han seguido este camino en los noventa. Ya no se puede hacer la guerra moderna sin la participación de este sector privado, lo que no significa que no traiga complicaciones o esté también en parte detrás de algunos errores en Irak. Pero la creciente complejidad de la tecnología ha llevado a la necesidad de disponer de ingenieros privados y expertos muy cualificados que no se pueden formar en las filas de los militares y que se ponen a la vera de los soldados u oficiales para poder utilizar algunas de estas armas. Además, la caída en el número de soldados, y la resistencia política a llamar a filas a un número excesivo de reservistas profesionales, ante la necesidad de desplegar más fuerzas, como en Irak o en los Balcanes, también llevan en esta dirección. Estos guerreros corporativos pueden llegar a actuar más rápidamente, y tienen una "responsabilidad difusa", pues no dependen del control político, sino que responden únicamente ante sus empresas y por sus contratos.

Con estas tendencias, la línea de separación entre lo público y lo privado tiende a difuminarse aún más. Para algunos analistas no significan que el Estado pierda fuerza. No. Gana otras posibilidades. Aunque pueden volverse contra el Estado, lo que se debilita es el control político sobre un Estado crecientemente externalizado. En esta dirección de privatización de la seguridad se sitúa también el intento desde el Pentágono unos meses atrás de crear un mercado de futuros sobre ataques terroristas, plan que se vio obligado a anular. Algunos ultraneoliberales en EE UU han llegado a proponer la total supresión de las fuerzas armadas: comandos privados con armamento muy perfeccionado podrían desempeñar funciones similares a las de los soldados de hoy.

aortega@elpais.es

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