Misterio
La idea de excavar el Barranco de Víznar para recuperar los restos de las personas que fueron fusiladas junto a Federico García Lorca ha desatado una singular polémica entre los partidarios y los detractores de la exhumación. Unos creen que el misterio en torno a la muerte del poeta debe esclarecerse de una vez por todas y que sus restos deben enterrarse en una tumba convencional. Otros consideran que el Barranco de Víznar es una dignísima sepultura, que además preservaría del olvido las circunstancias de aquel y de otros muchos asesinatos. Yo no sé qué pensar. Entiendo a los que piden la exhumación de Lorca y también a quienes preferirían no destruir el misterio que ha acompañado al poeta y que ha contribuido a popularizar su figura.
En la valoración de un artista no sólo influye la calidad de su obra, sino también un cúmulo de circunstancias extraliterarias. La historia de la literatura está plagada de buenos poetas olvidados y de escritores infumables cuyo nombre ha perdurado en el tiempo. También hay escritores olvidados durante siglos, que son repentinamente descubiertos y reivindicados. En el caso de Lorca, la indudable calidad de su obra se ha visto beneficiada por las particulares circunstancias de su muerte. Nadie duda de que Federico García Lorca sea un poeta y un dramaturgo excelente, pero su generación dio otros poetas tan grandes como él, que sin embargo no han sido venerados con tanta devoción. ¿Sería Lorca nuestro Lorca si en vez de ser fusilado por los golpistas de Franco, hubiera muerto atropellado por un tranvía? Más que lectores, lo que Lorca ha tenido siempre han sido feligreses, porque alrededor de su figura lo que se ha levantado es una iglesia. Una iglesia laica, pero una iglesia. Con sus templos, con sus sacerdotes y con sus misterios. Porque una iglesia sin misterios no es iglesia. En nuestro imaginario colectivo Lorca es una especie de Cristo. Como él, Lorca también fue un hombre muy controvertido en vida; odiado por unos y amado por otros. Como Cristo, Lorca también murió sacrificado. Y su cuerpo como el de Cristo también ha desaparecido. Si aquellos apóstoles que abrieron el Santo Sepulcro hubieran encontrado el cuerpo inerte de Jesús y lo hubieran enterrado en una tumba que todo el mundo hubiese visitado, ¿sería hoy la Iglesia católica la misma institución poderosa que conocemos? Si en vez de haber desaparecido, dando pie a todo tipo de leyendas y especulaciones, el cuerpo de Lorca hubiese descansado en paz bajo una lápida del cementerio de Granada, ¿habría ejercido su figura la misma atracción?
Aunque al fetichista que hay en mí le gustaría zanjar de una vez por todas la cuestión de si aquellos restos son o no los de Lorca, mi otro yo teme que al rasgar definitivamente el velo del misterio que lo ha acompañado siempre, el interés por Lorca empiece a declinar. No me refiero al interés de sus verdaderos lectores, de aquellos que lo aprecian sinceramente por el indudable valor de sus versos, sino al interés del gran público, de ese que es capaz de alzarnos con su favor hasta la cumbre o de sepultarnos con su desdén en el más absoluto olvido.
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