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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Allende, a los 30

Al cumplirse 30 años del golpe de Estado que puso fin al Gobierno de la Unidad Popular encabezado por Salvador Allende, Chile parece vivir una primavera democrática. Con una economía estable pese a la profunda desigualdad social consolidada durante la dictadura, la evolución política del país ha ido, lenta pero inexorablemente, colocando en su lugar a los distintos protagonistas de aquel dramático 11 de septiembre, cuando el mundo se despertó sobrecogido ante la imagen de los aviones de la Fuerza Aérea chilena bombardeando el palacio presidencial de La Moneda.

Augusto Pinochet, uno de los cabecillas del golpe y hombre fuerte de la dictadura que le siguió, ha tenido que escudarse sin honor ni gallardía en su senilidad para eludir la acción de la justicia. Un juez argentino acaba de señalarle como promotor del Plan Cóndor para la represión coordinada en las dictaduras del Cono Sur americano, mientras las familias de las víctimas de Chile reclaman justicia, entre ellas, 3.197 asesinados y 1.197 desaparecidos. El hombre al que derrocó y ordenó asesinar, Salvador Allende, emerge en contrapartida como un ejemplo de lealtad a las instituciones democráticas, por encima de los errores de gestión que pudiera cometer.

El Chile de hoy ha cambiado profundamente respecto al de hace 30 años, tanto en lo político como en lo económico. La mitad de su población no conoció la tragedia que se abatió entonces sobre el país y vive en una democracia en claro proceso de consolidación, en la que el antiguo poder militar parece haber aceptado el principio de subordinación al poder civil, que no será plena hasta que no desaparezcan anomalías tan inadmisibles, vestigios de la dictadura pinochetista, como la autonomía militar en el nombramiento y destitución de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, al margen de la presidencia de la República.

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Pero no sólo Chile ha cambiado en estos treinta años. También Estados Unidos ha abandonado el maniqueísmo de aquella política exterior hacia América Latina -en parte dictada por las necesidades de la guerra fría y en parte por la tentación imperial o neocolonial- que prefería las dictaduras satélites a las democracias incómodas.

En Europa, la victoria electoral de Salvador Allende se interpretó en su momento como una confirmación de que, incluso en los más duros momentos del enfrentamiento bipolar, la vía democrática al socialismo, entendido como propiedad pública de medios de producción, era posible. Y, por esa misma razón, su final se instaló como punto de referencia y dramático desmentido histórico en el subconsciente de toda una saga de dirigentes socialdemócratas que alcanzaron el poder en los años posteriores, desde Mitterrand hasta Felipe González. Pero el legado que dejaron el triunfo y la tragedia de Salvador Allende nada tiene que ver con la ortodoxia tradicional y los errores de la izquierda, sino con su fidelidad de visionario a un sueño constitucional y democrático brutalmente truncado: el de recorrer las alamedas de la libertad que hoy vuelven a florecer en Chile para todos los chilenos.

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