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Crónica:PAISAJES IMPREVISTOS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Teoría y huertos

Nada más salir de Paiporta hacia Albal, un camino asfaltado, a la derecha, nos pone inmediatamente entre naranjos, que no es una mala situación en que encontrarse para quien guste de mirar la parte vegetal del mundo.

¿Dónde esconden su atractivo estas masas uniformes de verde? Descartado el fácil azahar, efímero, ¿sobre qué solidez debemos sustentar nuestro disfrute? Ahí va una teoría. Para empezar, es falso que haya uniformidad en el color. Pocas hojas hay de tonalidades y matices tan variados como las del naranjo; en un mismo árbol, y casi en cualquier época, se adensa una mixtura de verdes profundamente oscuros con verdes amarillentos próximos al limón e incluso con una mano en el fuego del azufre, y éstos en presencia de argentado verde, de verde oleoso, de verde con blindaje o brillo metálico; súmese a todo ello la dialéctica del haz y el envés y se obtendrá una combinación interminable. Habrá quien objete, desde luego, que de esa misma variedad de las partes se alimenta la uniformidad del conjunto, de modo que no se evita la monotonía del manto verde. Para contrarrestar este argumento está la luz: cuando es limpia sobre los árboles y sobre el hueco que los separa, las texturas y los tonos tienden aún más al infinito; cuando es luz sucia, nublado que resta, entonces se da una precipitación hacia lo igual, no equivalente a cero sino a una cantidad de belleza que nos sigue afectando. Fin de la teoría aritmética del color y de la luz en los naranjos.

"El Hort de Coll se conserva intacto y, por ello, vive en un estado más melancólico"

El camino nos va conduciendo hacia los enclaves rurales de La Pedrera y El Canyaret, situados en las proximidades de Picanya. Allí permanecen, diseminados, algunos de los huertos que fueran plantados a comienzos del siglo XX aprovechando e impulsando el tirón comercial que experimentaba la naranja. La estructura de su espacio se repite en todos: amplias parcelas de cultivo en medio de las cuales se levanta una edificación principal, de grandes dimensiones, destinada a vivienda. Pasear entre ellos para contemplar lo que dejan ver a través de agujeros en sus tapias guarnecidas de cipreses, llena el corazón y la cabeza de evocaciones gatopardianas, algo consabidas pero nada habituales por estos pagos nuestros.

Todos los huertos son espléndidos. Uno de ellos, el Hort de Coll, posee no obstante la totalidad de las características arquitectónicas y decorativas que los hacen llamativos. Y una virtud añadida: permite al visitante la contemplación entera de su aspecto desde la porción de valla de argamasa que, durante un tramo, corre en paralelo al camino.

El Hort de Coll se conserva prácticamente intacto y, por ello, vive en un estado más melancólico. Melancolía que es metamorfosis -tal vez la última antes del final- del exhibicionismo terrateniente que lo hizo nacer y que eligió para él, en consonancia, un estilo arquitectónico ecléctico, con bastante clasicismo racionalista, un poco de art nouveau, presencia de elementos populares y una dosis visible de romanticismo kitsch en la decoración de su entorno ajardinado.

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Este huerto, como los demás, tiene el aire inaccesiblemente grato, huraño y caprichoso de las viejas propiedades privadas que sólo toleran ser entrevistas a distancia. Nada parecido a los democráticos adosados de la moderna clase media, tan próximos. Los naranjos siguen rodeando a unos y a otros, a la espera de qué.

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