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Un pacto para acabar con la pobreza mundial

La gran paradoja de nuestros días es que el enorme sufrimiento de los pobres del mundo -a causa de la enfermedad, la exclusión, el hambre y la falta de acceso a agua potable y saneamiento- puede superarse fácilmente con un mínimo de ayuda por parte de los países ricos. Con menos de un 1% de los ingresos anuales de los países ricos, el sufrimiento de los pobres extremos podría verse significativamente reducido, e incluso podría ser eliminado. De hecho, tanto los países ricos como los pobres han prometido solemnemente -cuatro veces en los últimos tres años- conseguir precisamente eso: un avance importante en la eliminación de la pobreza. El mayor desafío del desarrollo económico no es cómo aliviar la pobreza, sino cómo conseguir que los países pobres y ricos cumplan sus promesas.

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El Informe sobre Desarrollo Humano de este año vuelve a exponer estas promesas, y demuestra cómo una mayor asistencia financiera por parte de los países ricos, unas reglas de comercio internacional más justas y una mejor gobernabilidad en los países pobres nos permitirían avanzar de forma importante en el camino hacia la eliminación de la pobreza extrema. El informe denomina a estas promesas repetidas el Pacto de Desarrollo del Milenio. Este pacto entre naciones fue acordado por primera vez en la Asamblea del Milenio celebrada en 2000, cuando 150 líderes mundiales se reunieron en las Naciones Unidas para establecer los objetivos mundiales para el nuevo milenio. El acuerdo se volvió a confirmar en dos cumbres mundiales en 2002, cuando las naciones del mundo reiteraron su apoyo a los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) que habían sido adoptados en la Cumbre del Milenio. En las dos reuniones celebradas en 2002, los países ricos comprometieron hasta un 0,7% de su ingreso nacional anual para ayudar a los países pobres a conseguir los ODM. Y recientemente, en la cumbre del G-8, los países ricos reiteraron su apoyo a los ODM una vez más.

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El Pacto de Desarrollo del Milenio es un compromiso tanto de los países ricos como de los pobres. Los ricos se han comprometido a proporcionar más ayuda financiera, que actualmente sólo supone un 0,2% de su ingreso nacional, pero dirigida sólo a los países pobres que cumplan con su parte del pacto, es decir, con buena gobernabilidad, una administración pública honesta y reformas económicas (por supuesto, sería bueno si los países ricos también cumplieran estas condiciones). El trato es justo: más ayuda a cambio de buena gobernabilidad. Afortunadamente, hay muchos países muy pobres en el mundo que ya propugnan la democracia y la buena gobernabilidad. Entre los candidatos para obtener una ayuda muy superior se encuentran los que gozan de democracias enérgicas como Bangladesh, Bolivia, Ghana, Senegal y Tanzania. Estos países están luchando con todas sus fuerzas contra la pobreza y necesitan mucha más ayuda de la que reciben.

El hecho sorprendente es que con una asistencia financiera de hasta el 0,7% del PNB del mundo rico -aproximadamente 175.000 millones de dólares al año, según los niveles actuales de ingresos- usada de forma eficaz por los países receptores, sería posible controlar las grandes enfermedades pandémicas como el sida, la tuberculosis y el paludismo; aumentar la productividad alimentaria de los agricultores pobres del trópico; asegurar que los niños estén en la escuela en lugar de trabajando, y permitir que los hogares pobres de zonas tanto rurales como urbanas obtengan niveles mínimamente aceptables de agua potable, energía y acceso a los mercados mediante mejores transportes y comunicaciones. Nuestro optimismo no es sólo un presentimiento. Se basa en éxitos repetidos de programas prácticos de desarrollo relacionados con asistencia financiera y reglas de juego más justas. El informe ofrece muchos ejemplos de cómo inversiones específicas en sanidad, educación, agricultura, agua y saneamiento y otros aspectos urgentes, pueden conseguir grandes éxitos.

Si la reducción de la pobreza podría resultar tan sencilla, ¿qué explica entonces la incapacidad del mundo para cumplir sus repetidos compromisos de aliviar la pobreza? En el caso de los Estados Unidos, donde la ayuda proporcionada es la más baja de todo el mundo donante en función de sus ingresos (alrededor de 10.000 millones de dólares en ayuda de un ingreso nacional de 10 billones de dólares, o sea, el 0,1% del PNB), la respuesta parece ser la confusión pública sobre lo que EE UU hace realmente y lo que la ayuda podría realmente lograr. Los sondeos de opinión pública muestran que los estadounidenses creen profundamente que su país dona a los países pobres mucha más ayuda de la que realmente conceden. Además, durante la guerra fría e incluso actualmente, una parte excesiva de la ayuda exterior fue a parar a manos de tiranos y delincuentes por motivos tácticos de política exterior, mientras que se empleó muy poca en la lucha contra la pobreza, el hambre y la enfermedad. No sólo las cantidades han sido demasiado escasas, sino que también han estado mal aplicadas.

A veces se reivindica que los países ricos simplemente carecen de medios para proporcionar más ayuda financiera, que sus presupuestos ya están demasiado apretados. Sin embargo, EE UU, Japón, la Unión Europea y otros países ricos gastan más en derrochadores subsidios agrícolas que en asistencia extranjera. La cuestión no es si los países ricos pueden permitirse hacer algo más o si tienen que elegir entre defensa o reducción de la pobreza. Puesto que se necesita menos del 1% del ingreso nacional, la cuestión sólo se limita a decidir si la eliminación de la pobreza extrema en el mundo ha de convertirse en una prioridad.

Los Objetivos de Desarrollo del Milenio son la mejor esperanza con la que cuenta la humanidad para asegurar que la globalización sea un proceso incluyente y no sólo un bastión de los ricos. Sin embargo, el tiempo apremia. Los objetivos de reducir la pobreza, el hambre y la enfermedad están establecidos para el año 2015 y sólo faltan una docena de años a partir de ahora. Los países ricos deben mostrar de forma inequívoca que están preparados para proporcionar ayuda adecuada a los numerosos países pobres que están preparados para ayudarse a sí mismos, mediante reglas comerciales más justas y contribuciones mucho más generosas en la lucha contra la pobreza y la enfermedad. No hay tiempo que perder para crear un mundo con mayor justicia, prosperidad y seguridad compartida.

Sakiko Fukuda-Parr es directora del Informe sobre Desarrollo Humano 2003 de la ONU. Jeffrey Sachs es catedrático de Economía y director del Instituto de la Tierra de la Universidad de Columbia.

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