El Festival de Bayreuth se aferra a su tradición sin limitar la modernidad
El encuentro wagneriano alterna sus incómodas costumbres con radicales apuestas escénicas
Bayreuth sigue teniendo un estatuto aparte en el panorama de los festivales musicales europeos. El público que cada tarde se encamina hacia la verde colina lo hace con recogimiento, a pie o en transporte público. Nada de limusinas o de autocares en los que se sirve champán francés como en Salzburgo. Al Festpielhaus no se acude a hacer el zángano, sino a cumplir con un precepto musical, aunque haya que hacer frente a una legendaria incomodidad en un teatro que conserva sus costumbres mezclándolas con radicales apuestas.
La inauguración del festival, el pasado viernes, constituyó una leve excepción a la norma. Una vistosa aglomeración de Mercedes, Audi y BMW, todos último modelo, daban cuenta de la excepcionalidad. Eran los vehículos de las autoridades locales, de algún político, como el ex ministro de Exteriores Hans-Dietrich Genscher, y algún patrón de la televisión. Al acabar la representación de El holandés errante todos ellos abandonaron ordenadamente el teatro. Varios centenares de personas, dispuestas en perfecto semicírculo, les vieron desfilar sin pronunciar palabra.
En cuanto a la espartanidad del teatro, se da sumisamente por buena, porque fue obra del propio Richard Wagner, el cual tomó parte muy activa en la elaboración de los planos del arquitecto Otto Brückwald. Wagner exigía la máxima concentración para escuchar su obra. Las zonas de descanso de los teatros a la italiana le parecían zonas de lesa mundanidad. Así pues, al salir de la sala, atravesados unos breves pasillos, uno se encuentra directamente en el exterior: un parque bellísimo de tilos, castaños y parterres floridos, con los bustos de Wagner y Cósima estratégicamente colocados. Un espacio que invita a la preparación espiritual, como él pretendía, desde las cuatro, en que empiezan las representaciones, hasta la noche.
Lo malo es cuando llueve: entonces hay que arreglárselas como uno pueda, pues como edificio anexo sólo hay un restaurante que se pone de bote en bote y que sirve a la vez de sala para las ruedas de prensa y de local de ensayos para la orquesta.
El tema del aire acondicionado es una vieja cuestión bayreuthiana en la que Wolfgang Wagner se ha salido siempre con la suya, como en todo lo demás: ni nombrarlo. Hay aficionados que recuerdan un Parsifal a 32º de temperatura ambiente. Pues ni por ésas. La organización sigue con el peregrino sistema de regar el tejado de zinc poco antes de las representaciones para refrescar el ambiente. ¿No se ha hecho toda la vida así? Y antes la gente se destapaba menos.
Al calor hay que añadirle la sensación de agobio. Las filas de butacas están dispuestas sin pasillo central y mantienen una distancia tan mínima entre ellas que un espectador se ve obligado a levantarse para que otro pueda encontrar acomodo. Además, durante las representaciones, las salidas laterales se cierran con llave por unas imponentes celadoras.
En el otro lado de la balanza hay que poner el extraordinario nivel artístico de las producciones, permitido por los fabulosos recursos técnicos del teatro y por una gestión de gran competencia, a pesar de las críticas. La visión se centra en el escenario, pero el público no ve a los músicos: una concha que cubre toda la base del proscenio se lo impide. Se trata de una solución brillantísima debida al propio Wagner para que la orquesta pueda tocar a sus anchas, sin miedo a tapar las voces. Y pueda hacerlo, cosa importante, en mangas de camisa: en el estreno de El holandés, contra lo que es habitual, el director de escena Claus Guth hizo salir a saludar a los músicos y algunos iban en pantalón corto. El inigualado "sonido Bayreuth" es consecuencia de esta disposición: un sonido con rígido copyright, pues una vez que en Múnich quiso construirse un teatro de similares características la inciativa topó con un rudo pleito de Cósima.
Finalmente está el sistema de trabajo. Los artistas, así se hunda el mundo, tienen que estar en Bayreuth a finales de junio para los ensayos, sin compromisos hasta el 28 de agosto, que es cuando concluye. A lo largo de más 50 años de mando, Wolfgang Wagner ha tenido numerosos enfrentamientos con músicos que no aceptaban tan draconiano régimen de trabajo, entre otros con Daniel Barenboim, Waltraud Meier o Plácido Domingo, que han jurado no pisar Bayreuth mientras el anciano director siga.
Un Wotan mafioso
Está en marcha la primera parte de El anillo del nibelungo, según la puesta en escena de Jürgen Flimm estrenada en 2000 y la dirección de Adam Fischer, tras la súbita y lamentada desaparición de Giuseppe Sinopoli. El domingo subió a escena El oro del Rhin, y el lunes, La valquiria. Ayer fue día de descanso, hoy le toca el turno a Siegfried,y el viernes, a El ocaso de los dioses. Más de diez horas de música en total: las voces necesitan dosificarse para afrontarlas, de ahí los días vacantes.
Flimm no se anda por las ramas. Convierte a Wotan, el Júpiter alemán, en un constructor mafioso y violento que no duda en tejer toda suerte de triquiñuelas para lograr hospedar a su familia en el Walhalla, un pretencioso rascacielos corporativo. Tras los 136 míticos compases sobre el acorde de mi bemol mayor -la tonalidad masónica- de la obertura, se abre la escena sobre los fondos del Rhin, a los que el nibelungo Alberich desciende... ¡en ascensor! Todo es posible: la diosa Fricka, esposa de Alberich, aparece, con bayeta y bolsa de basura, limpiando los restos de una farra del marido; Loge es un picapleitos cocainómano sin escrúpulos...
Habrá que esperar al Ocaso para valorar el sentido global del montaje. Pero lo visto y escuchado hasta ahora permite corroborar que la mezcla de tradición y osadía sigue con buena salud en Bayreuth.
Babelia
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