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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Justicia marroquí

La condena a muerte de 10 extremistas islamistas, junto con elevadas penas para otra veintena del mismo grupo prohibido, detenidos todos el año pasado, señala inequívocamente un endurecimiento de la guerra contra el fundamentalismo armado en Marruecos. Al amparo de la conmoción creada en mayo por los masivos atentados suicidas de Casablanca - sintetizada por Mohamed VI en la expresión "se ha acabado la era del laxismo"-, Rabat ha puesto en marcha una escalada represiva en todos los frentes.

Marruecos no ha ejecutado a nadie desde hace 10 años, pese a que hay 64 condenados a muerte en sus celdas, y ojalá las penas capitales jamás lleguen a cumplirse. Pero el respeto a los derechos humanos básicos puede ser la víctima propiciatoria de la nueva situación si el combate no se hace con las armas y las garantías del Estado de derecho. En este primer proceso contra presuntos salafistas, los condenados han denunciado torturas, y ninguno de ellos, salvo su jefe, ha admitido los asesinatos que se les imputan. Sus abogados denuncian que fueron interrogados durante semanas y no se respetaron los plazos de incomunicación marcados por la ley.

El terrorismo islamista es un fenómeno complejo y frecuentemente opaco que rehúye las simplificaciones. En el Marruecos de Mohamed VI -que no es un paraíso de las libertades, pese a que su reinado sea presentado como la aurora de la democracia-, el campanazo del 11-S encendió una señal que ha venido cobrando fuerza tras la cita del país magrebí en un mensaje de Bin Laden como uno de los que debían ser liberados. La carnicería de Casablanca ha acabado de convencer a Rabat de que el fundamentalismo armado, de la mano de Al Qaeda, a través de grupos locales impregnados del fanatismo matriz, ha hecho un blanco de su país, presentado como un modelo de estabilidad ante Occidente.

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Pero la contención del terrorismo requiere instrumentos justos y proporcionales, especialmente en un país socialmente explosivo como Marruecos. La draconiana ley antiterrorista aprobada dos semanas después de la masacre de Casablanca -obra, según el Gobierno, de un grupo marginal integrado en los salafistas ahora condenados a muerte- no augura nada bueno con los amplísimos poderes discrecionales concedidos a los jueces. Casos como el del supuesto líder de aquellos atentados suicidas, muerto poco después en prisión, o el del periodista Lmrabet, abonan el escepticismo sobre el funcionamiento de la justicia marroquí.

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