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¿Sin novedad en el frente educativo?

Joan Subirats

Un manifiesto publicado hace unas semanas consideraba: "La educación es un derecho universal y un bien público al que toda la ciudadanía tiene el derecho a acceder y la Administración tiene el deber de garantizar en condiciones de igualdad y de calidad". Inmediatamente se afirma de manera meridiana que "el actual sistema educativo de Cataluña no garantiza una educación de calidad para todos". Y se concluye, antes de plantear una batería de propuestas, diciendo: "La educación es una prioridad social... y, por tanto, ...conviene hacer posible... un cambio que tiene que contemplar la enseñanza pública como eje vertebrador de todo el sistema educativo, que ha de garantizar su función social de ayudar a compensar desigualdades". Todo ello se dice en momentos en que los sistemas educativos en toda Europa atraviesan una profunda crisis de identidad; cuando la derecha, en Francia e Italia, usando como pretexto dinámicas de descentralización, pretende romper con la lógica de entender la educación como un servicio público universal. Al mismo tiempo, el manifiesto se hace público en un contexto en el que muchos hombros fatigados de docentes y profesionales empiezan a dudar de si es posible seguir transportando los ideales de igualdad ante la cascada de obligaciones y la falta de apoyo de todo tipo que sufren las instituciones educativas. Podríamos decir que estamos atravesando un momento en Europa en el que está en juego el papel de la educación en la lucha por la igualdad. A pesar de todo ello, la consejera de Enseñanza de la Generalitat, al ser interpelada sobre el manifiesto, parece que lo único que musitó fue: "déjà vu".

Estos últimos cuatro años, la política educativa catalana se ha adornado con la cal de oposición a las leyes y decretos de doña Pilar del Castillo, y con la arena de conciertos económicos con colegios que nunca superarían una inspección objetiva sobre el modo en que interpretan las obligaciones de un proveedor de enseñanza pública. Lo curioso es que se quiera coronar este periodo con un olímpico desprecio a una reflexión que pretende ir más allá de la coyuntura electoral. Puede argumentarse que los firmantes del manifiesto son un puñado de sospechosos habituales: Oriol Bohigas, Victòria Camps, Eudald Carbonell, Jaume Carbonell, Salvador Cardús, Dolores Juliano, Marta Mata, Montserrat Minobis, Arcadi Oliveres, Joaquim Prats, Pep Riera, Josep Maria Terricabras, Maria Rosa Virós y el mismo que firma este comentario. La lista de nombres me sugiere al menos tres cosas: no son precisamente advenedizos; no son los clásicos rompepelotas; y no se trata tampoco del puñado de sindicalistas y maestros típicos de toda concentración en la Via Augusta, sede del departamento. Ya sé que si por una parte firmo el manifiesto y ahora me dedico a defenderlo, los lectores, con razón, desconfiarán de mi objetividad. Pero permítaseme argumentar que, al margen de lo que cada uno opine sobre la situación de la enseñanza publica en Cataluña, lo último que puede permitirse el país es quedar indiferente ante lo que no es una reacción corporativa más de los de siempre.

Cada día hay más gente en Europa que cree que la tradicional batalla por la igualdad en las luchas políticas y sociales de, al menos, todo el siglo XX, y que ha alimentado las políticas de bienestar de la segunda posguerra, está en una profunda crisis. Hemos entrado en este siglo XXI mucho más ricos de lo que nadie hubiera imaginado. Al mismo tiempo, nunca hemos percibido con más dramatismo el peso de la pobreza, la exclusión y la desigualdad. De acuerdo con el informe sobre desarrollo humano de Naciones Unidas (PNUD), la desigualdad se ha más que duplicado en el mundo en los últimos 40 años. Y ese no es un tema sólo de países en vías de desarrollo. La desigualdad aumenta en Estados Unidos, en Gran Bretaña y también en España. El reciente informe de las fundaciones Jaume Bofill y Un sol Món nos habla con cifras catalanas de esa misma realidad. El espejismo de una sociedad más abierta y llena de oportunidades empieza a hacerse evidente. Pero hay muchos que piensan que esa desigualdad se concentra en una minoría muy concreta, unos cuantos con conductas desvia

das, a las que es imposible acudir con políticas compensadoras ya que se requiere tal esfuerzo económico que ello acabaría provocando la enemistad de las clases medias acomodadas o de los sectores populares recién llegados a una situación de más desahogo, que contemplarían con prevención las ayudas a sectores considerados marginales o fuera del sistema. Poco a poco hay más y más gente que considera que frente a esa desigualdad para nada sirve la intervención pública, ya que sólo se logra más dependencia y más enquistamiento. Los profetas de la derecha renovada afirman que no importa la brecha entre ricos y pobres, sino las oportunidades vitales de que goza el conjunto. El mensaje es: "A todos les damos oportunidades, algunos las aprovechan más que otros, y eso no es desigualdad; eso es simplemente que unos son mejores que otros". Y así avanzamos de decreto en decreto hasta la inequidad final.

¿Qué tiene que ver todo ello con la educación en Cataluña? Todo. La visión en estos 20 años de pujolismo ha sido, simplificando, que la construcción de escuelas, el aumento del número de profesionales y de los años de educación obligatoria, y la aparente homogeneidad del sistema acabaría mejorando sensiblemente a la educación en su conjunto. Todo ello se ha hecho con la aceptación de la distribución de protagonismos entre la escuela pública y la concertada para ofrecer una enseñanza pública de calidad en Cataluña. La aparente buena fe y los buenos propósitos no sirven cuando el mundo se mueve más deprisa de lo que tú eres capaz de moverte desde un centralismo administrativo decimonónico, por muy catalanista que ese centralismo sea. ¿Dónde estamos? Más desiguales que hace 20 años. Con una enseñanza pública más en entredicho. Con más gente que tiene miedo a escoger una escuela pública para sus hijos o hijas, "no sea que se mezclen con cualquiera". Por tanto, con más clase media, alta o emergente, que presiona para que le subvencionen la escuela privada que quiere para su prole. Y todo ello visto desde la profesión con profundo cansancio. No creo que ante esta situación, que ha motivado la aparición del manifiesto que venimos comentando, pueda concluirse, como parece que se ha hecho desde las alturas administrativas: "sin novedad en el frente educativo".

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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