Submarinos en el desierto
"El silencio es el don más preciado de un submarino". Tras estremecerme con la tragedia del K-19 (RBA) y sus marinos rusos escaldados por una fuga en el reactor atómico y enterarme de la pérdida de un submarino chino de clase Ming con toda su tripulación, regresé al proceloso mundo de los tiburones de acero y me topé con esta contundente frase en el libro de Raúl Sohr Claves para entender las guerras (Mondadori). La frase me produjo una gran desazón al pensar en los tres sumergibles emplazados en la vía pública en Barcelona: el SA-51 del Museo de la Ciencia se encuentra encima de la estruendosa Ronda de Dalt; el Ictíneo II -una réplica usada para la película Monturiol, el senyor del mar-, instalado en el Port Vell, afronta el bullicio de la chiquillería y los jaleos del vecino Maremàgnum, y la bonita maqueta del mismo navío que forma sufrida parte de la escultura de Subirachs en la Diagonal -hace unos años le birlaron la popa- padece los sonados ajetreos de la circulación y de la vecina gasolinera.
Barcelona tiene tres submarinos en sus calles. No es posible devolverlos al mar, en plan orca 'Willy', pero sí animarlos un poco
Me pareció necesario propiciar de alguna forma a los tres submarinos, no fueran a vengarse esparciendo el claustrofóbico horror que atesoran. Inicialmente proyecté llevar a cabo una pequeña ceremonia en el centro del bermúdico triángulo que componen las tres naves. Por desgracia, el punto exacto, el número 283 de la calle de Provença, coincide con el Colegio de las Mercedarias Misioneras, lugar que me pareció ciertamente impropio. Así que me decidí por depositar unas pequeñas candelas junto a cada nave, en plan matrioshka con pariente en el Kursk, cantarles Kameraden auf See e irme a casa a recopilar, a su salud, buenas historias de sumergibles.
Una de mis favoritas es la de la pérdida del submarino número 6 de la Marina Imperial Japonesa el 15 de abril de 1910 durante una prueba de inmersión en la bahía de Kure. El comandante del navío, el teniente Sakuma, aprovechó las 14 horas de agonía hasta su muerte para redactar una carta en la que, tras pedir disculpas por haber hundido un sumergible de Su Majestad, explicaba minuciosamente los acontecimientos que provocaron el accidente para que el percance no entorpeciera -torpedeara sería más adecuado- el desarrollo del arma submarina japonesa. El país entero lloró a los valientes marinos (durante un tiempo el diario de Sakuma fue lectura obligada en las escuelas) y quizá la gente pensaba en aquellos versos de Otomo: "Umi yukaba/ mi tsuku kabane" ("Si vamos al mar/ el agua cubrirá nuestros cadáveres"), que a algunos les sonará heroico pero a mí me resulta escalofriantemente premonitorio.
Otra historia sobrecogedora es la del pionero submarino confederado Hunley, cuyos ocho tripulantes quedaron atrapados en el navío, convertido en ataúd de hierro, y esperaron el final con el agua al cuello cantando, dice la leyenda,Dixie land. Un destino digno de Poe que mezcla a Nemo con Jeb Stuart. El sumergible rebelde pudo ser rescatado 160 años después para mostrar, al abrirlo los arqueólogos, un indescriptible revoltijo de lodo en el que estaban trufados los marinos confederados, en relativo buen estado. Incluso se encontró la moneda de oro de 20 dólares del capitán, George Dixon, que su dueño creía que le garantizaba -¡ja!- buena suerte, pues había detenido la bala que le dispararon en la batalla de Shiloh.
Hay un par de historias que conectan, por imposible que parezca, el desierto y los sumergibles. Una de ellas la he obtenido de un libro sensacional, Los corsarios submarinos, 1914-18, de Lowell Thomas (Joaquín Gil Editor, 1931). Se da el caso de que el autor es el mismo Lowell que, escribiendo las hazañas del personaje, descubrió al público a Lawrence de Arabia y lo catapultó a la leyenda. En las páginas del libro, Lowell, que se obsesionó con los submarinos tras leer de niño 20.000 leguas de viaje submarino en una mina abandonada en el monte Squaw (Colorado) -yo lo hice en el arcón de mi madre-, menciona la asombrosa historia del comandante alemán Heinrich Kukat, que llevó a bordo de su sumergible dos camellos, regalo de un jeque árabe al que intentó ganarse en Libia para la causa germana.
No es ésta, sin embargo, la mejor historia que conozco sobre submarinos y desierto. No tengo especial simpatía por los exitosos comandantes alemanes de sumergibles de la II Guerra Mundial, un montón de nazis -con alguna honrosa excepción, como Kusch, fusilado por quitar del U-154 el preceptivo retrato de Hitler, o Hirsacker, ejecutado por cobardía-. Pero hay uno cuya historia se parece a la de El paciente inglés y, como es lógico, me puede. Se trata del korvettenkapitän de 34 años Victor Ohern, as de los submarinos y jefe de operaciones del estado mayor alemán (planificó el ataque de Prien a Scapa Flow). Ohern (véase Wolf, de Jordan Vause, 1997) recibió la insólita misión de unirse al Afrika Korps de Rommel ¡como agregado naval! En un trayecto en coche por el desierto, el submarinista se perdió -lo que parece lógico- y cayó en una emboscada de soldados australianos. En la refriega recibió cinco disparos y quedó desangrándose sobre la arena. El lugar era El Alamein. Recogido por una patrulla británica, le llevaron a un hospital de Alejandría donde fue enyesado de arriba abajo y donde sus insignias de submarinista causaron la natural estupefacción. Custodiado por soldados punjabíes -la justicia poética pide a gritos que hubieran sido sijs-, Ohern vivió un infierno, pues se negó a recibir calmantes para no revelar, en estado de semiinconsciencia, los secretos militares que poseía: las claves operativas de los submarinos alemanes en el Mediterráneo. El oficial naval apresado en las dunas acabó regresando a Berlín gracias a un canje de prisioneros y haciéndose pasar (a base de no comer) por enfermo irrecuperable. En el viaje desde Port Said, recaló en... Barcelona.
Aunque lo desearía, no puedo devolver al mar el SA-51 y los dos Ictíneos, que siguen ahí boqueando con agallas de metal junto al transitado y abrasador asfalto. Pero voy a ir a contarles al oído, junto a las escotillas, mi puñado de historias. Y así sus largos y letales cuerpos de barracuda, alumbrados para depredar las glaucas inmensidades, tendrán de nuevo un espacio de libertad, hecho de palabras y rugiente espuma, en el que volver, silenciosos, a sumergirse.
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