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Columna
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Impugnación del G-8

Hoy, con ocasión del tricentenario de San Petersburgo, se han reunido en dicha ciudad 40 jefes de Estado para aportar a Putin algo de la legitimidad democrática que el exterminio checheno le está quitando; a partir de mañana, ocho de ellos se encontrarán en Evian para volver a proponernos en el marco del G-8 las recetas del conservadurismo monopolista -más desregulaciones, más comercio internacional brindado a las multinacionales, aumento de la concentración empresarial, mayores desigualdades entre países y en el interior de cada uno de ellos, todo ello garantizado por los Estados-; en septiembre próximo, convocados por la OMC, acudirán a Cancún los dirigentes de más de 120 países para convencernos de las excelencias de seguir transformando nuestras vidas en mercancía. Esta agitación diplomática de los altos dignatarios políticos del mundo, cada día más frenética e interesada, intenta cumplir dos funciones: ocupar el espacio institucional que la programada implosión de las Naciones Unidas está dejando disponible y acompañar en la práctica del poder global al único que efectivamente lo ejerce: los Estados Unidos. A ese efecto, ha dotado a su estructura imperial de una serie de instrumentos y entre ellos de un Directorio informal formado por la agregación de un conjunto de organizaciones, independientes unas de otras pero articuladas en su actividad y conjuntadas en sus propósitos. En 1975, los siete Estados más ricos del planeta -EE UU, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Canadá e Italia, bajo la égida del primero- deciden crear un grupo al que se agrega Rusia en 1997 para analizar conjuntamente, una vez al año, la marcha de la economía mundial y tomar las medidas más convenientes a la creación de riqueza y... a sus intereses.

Esta opción fundamentalmente economicista radicaliza en Halifax en 1995 su ideología liberal para acercarla al autoritarismo ultraconservador y extender su ámbito de intervención a los nuevos territorios sociales más conflictivos, como las migraciones, el tráfico de estupefacientes, la economía mafiosa y el reciclaje de dinero negro, la industria nuclear, los residuos y el medio ambiente, etcétera. Es decir, que este club de privilegiados, que representa el 15% de la población del mundo y totaliza cerca del 60% de la producción del planeta, aspira a orientar bajo la batuta de EE UU todas las decisiones importantes. La invocación a la condición democrática de los Estados que lo componen no vale, pues esa legitimación les ha sido otorgada para sus cuestiones nacionales, no para los asuntos del mundo. Apoyado en esta consideración, el movimiento social alternativo, después de haber recogido cerca de 25 millones de firmas, exige y consigue del G-8, en 1999 en Colonia, que se comprometa a anular la deuda de los 40 países más pobres de la Tierra. Al año siguiente en la reunión de Okinawa, en Japón, los altermundistas insisten en lo mismo, al igual que lo hacen en Génova en el 2001. Pero en esta última ocasión el G-8 ya no se excusa por su incumplimiento, sino que afirma que las circunstancias obligan a abandonarlo. Esta cerrazón y las provocaciones de los núcleos parafascistas de la policía explican los comportamientos violentos de algunos manifestantes, incompatibles con la evolución de las organizaciones altermundistas cada vez más razonablemente ancladas en la trama social de las sociedades en las que intervienen -reformismo utópico- y cada vez más abiertas a la utilización de los espacios institucionales disponibles. La Cumbre por otro mundo en la que han participado más de 4.000 militantes, y que se cerrará con una manifestación mañana en la que se esperan entre 50.000 y 100.000 personas, ha subrayado la convergencia entre las movilizaciones contra la guerra y el movimiento social mundial y señalado que en los últimos 20 años, mientras los países del Tercer Mundo han pagado 3,4 millones de dólares, es decir, seis veces más de lo que debían en 1980, cinco países del G-8 han conseguido enormes beneficios con la exportación del 80% de las armas vendidas a países del Sur, transgresores de los derechos humanos. Lo que añade la indignidad a la provocación.

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