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Tribuna:ESTADOS UNIDOS Y EL DERECHO INTERNACIONAL
Tribuna
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¿Qué significa el derribo del monumento?

Todo el mundo ha contemplado aquella escena del pasado 9 de abril en Bagdad, cuando los soldados estadounidenses rodearon con una soga el cuello del dictador y, en un acto de gran simbolismo, le derribaron de su pedestal entre el júbilo de la multitud. Al principio, el monumento, aparentemente inconmovible, vacila, para acabar cayendo. Antes de que se precipite liberadoramente al suelo, la fuerza de la gravedad tiene que superar la posición antinatural y grotesca de horizontalidad en la que la masiva figura, oscilando ligeramente hacia arriba y hacia abajo, persiste durante un segundo de horror.

Del mismo modo que en la percepción gestáltica se invierten el fondo y la imagen, también la percepción pública de la guerra parece haberse invertido con esta escena. La extensión moralmente obscena de la conmoción y el terror entre una población exhausta e inerme, despiadadamente bombardeada, se transforma ese día en el barrio chií de Bagdad en la liberación del terror y la opresión, saludada con entusiasmo por los ciudadanos. Ambas percepciones contienen un momento de verdad, aun cuando susciten sentimientos y tomas de postura morales en mutuo conflicto. ¿Ha de conducir la ambivalencia de los sentimientos a juicios contradictorios?

La violencia militar es tanto más tentadora cuando el vencedor se conoce de antemano
No nos engañemos: la autoridad normativa de Estados Unidos está en ruinas
La doctrina Bush no da una explicación plausible al uso preventivo de medios militares
El Sadam que cae de su pedestal es el símbolo de la reordenación liberal de toda la región

A primera vista, la cosa es sencilla. Una guerra ilegal no deja de ser un acto contrario al derecho internacional ni siquiera cuando produzca resultados normativamente deseables. ¿Pero es ésta toda la historia? Las malas consecuencias pueden deslegitimar una buena intención. ¿No podrían las buenas consecuencias desplegar un poder legitimador retroactivo? Las fosas comunes, las mazmorras subterráneas y los relatos de los torturados no dejan lugar a dudas sobre la naturaleza criminal del régimen, y la liberación de una población atormentada de un régimen bárbaro es un alto bien, el bien supremo entre aquellos a los que se puede aspirar políticamente. En esa medida, los iraquíes, sea que aclamen, saqueen, persistan apáticamente o se manifiesten contra los ocupantes, también formulan un juicio sobre la naturaleza moral de la guerra.

Entre nosotros, en la opinión pública política se perfilan dos reacciones. Los pragmáticos creen en el poder normativo de lo fáctico y confían en un juicio práctico que, con visión para los límites políticos de la moral, sabe apreciar los frutos de la victoria. A sus ojos, argumentar sobre la justificación de la guerra es estéril porque ésta, entre tanto, ya es un hecho histórico. Los otros, que también capitulan ante el poder de lo fáctico, sea por oportunismo o por convicción, dejan a un lado lo que consideran el dogmatismo del derecho internacional con la fundamentación de que éste, por puros remilgos postheroicos ante los riesgos y los costes de la violencia militar, cierra los ojos ante la libertad política como auténtico valor.

Ambas reacciones se quedan muy cortas, ya que ceden a la pasión contra las supuestas abstracciones de un "moralismo exangüe" sin aclarar qué alternativas ofrecen los neoconservadores de Washington para domesticar la violencia del Estado a través del derecho internacional. Éstos no oponen a la moral del derecho internacional ni el realismo ni el pathos de la libertad, sino una visión revolucionaria: si el régimen del derecho internacional fracasa, también estará justificado moralmente imponer de forma hegemónica, con más éxito, un orden mundial liberal; incluso cuando esa imposición se sirva de medios contrarios al derecho internacional. Wolfowitz no es Kissinger. Es más un revolucionario que un cínico del poder. Qué duda cabe de que la superpotencia se reserva actuar de forma unilateral y, en caso de necesidad, utilizar incluso preventivamente todos los medios militares disponibles para consolidar su posición hegemónica frente a los posibles rivales. Pero la ambición global de poder no es un fin en sí mismo para los nuevos ideólogos. Lo que diferencia a los neoconservadores de la escuela "realista" es la visión de una política estadounidense del orden mundial que ha abandonado las vías reformistas de la política de derechos humanos de la ONU. No traiciona las metas liberales, pero rompe las ataduras civilizadoras que, con buenos motivos, la constitución de las Naciones Unidas impone a la realización de los fines.

Qué duda cabe de que la ONU no está hoy en situación de obligar a Estados miembros disidentes a que garanticen a sus ciudadanos un orden democrático y conforme al Estado de derecho. Y la política de derechos humanos, que se persigue de forma sumamente selectiva, está sujeta a la reserva de lo posible: Rusia, con su poder de veto, no tiene que temer una intervención armada en Chechenia. El uso de gas nervioso por parte de Sadam Husein contra su propia población kurda no es más que uno de los múltiples casos de la crónica escandalosa del fracaso de una comunidad de Estados que mira para otro lado incluso en casos de genocidio. Tanto más importante es, pues, la función básica de garantizar la paz en la que se fundamenta la existencia de las Naciones Unidas: es decir, la realización de la prohibición de las guerras de agresión con la que después de la Segunda Guerra Mundial se derogó el ius ad bellum y se limitó la soberanía de los Estados individuales.

De este modo, el derecho internacional clásico dio al menos un paso decisivo en el camino hacia una situación de derecho cosmopolita. Los Estados Unidos, que hace medio siglo podían considerarse pioneros en ese camino, no sólo han destruido con la guerra de Irak esa reputación y renunciado al papel de potencia garante del derecho internacional; con su actuación contraria a derecho han sentado un ejemplo devastador para futuras superpotencias. No nos engañemos: la autoridad normativa de Estados Unidos está en ruinas.

No se cumplía ninguna de las dos condiciones para un uso legítimo del poder militar: ni una situación de defensa propia contra un ataque en curso o inminente, ni una resolución del Consejo de Seguridad conforme al Capítulo VII de la Carta de la ONU que lo autorizara. Ni la resolución 1.441 ni ninguna de las 17 resoluciones precedentes (y "agotadas") sobre Irak, podían considerarse autorización suficiente. Eso es algo que, por lo demás, ha demostrado con sus actos el partido de los belicosos, que en un primer momento trató de que se aprobara una "segunda" resolución, y que sólo renunció a someter a votación la correspondiente propuesta cuando ni siquiera pudo contar con una mayoría "moral" de los miembros sin derecho a veto.

Finalmente, todo el procedimiento se convirtió en una farsa cuando el presidente de Estados Unidos declaró repetidas veces que actuaría incluso sin mandato del Consejo de Seguridad. A la luz de la doctrina Bush, el despliegue de tropas en el Golfo carecía desde el principio del carácter de una mera amenaza. Éste hubiera requerido que fueran aplicables las sanciones con las que se amenazaba.

Tampoco puede aducirse en descargo la comparación con la intervención de Kosovo. Es verdad que en este caso tampoco pudo lograrse una autorización del Consejo de Seguridad. Pero la legitimación retrospectiva podía basarse en tres circunstancias: la evitación de una limpieza étnica entonces en marcha (según el conocimiento disponible), la demanda de ayuda de emergencia vigente en el derecho internacional erga omnes, y el carácter indiscutiblemente democrático y conforme al Estado de derecho de todos los Estados miembros de la alianza militar que actuaba sustitutoriamente. Hoy, la disensión normativa divide al propio Occidente. Es verdad que ya entonces, en abril de 1999, entre las potencias de Europa continental y las anglosajonas se perfiló una sensible diferencia en las estrategias justificativas. Mientras que una de las partes dedujo del desastre de Srebrenica la enseñanza de otorgar eficacia y legitimidad al margen de acción que habían abierto intervenciones anteriores, con el fin de avanzar en el camino hacia un derecho cosmopolita plenamente institucionalizado, la otra parte se daba por satisfecha con extender su propio orden liberal a otros lugares, usando la fuerza en caso necesario.

En su momento, esa diferencia se atribuyó a tradiciones diversas de pensamiento jurídico: la del cosmopolitismo de Kant, por un lado, la del nacionalismo liberal de John Stuart Mill, por otro. Pero a la luz del unilateralismo hegemónico que persiguen los predecesores de la doctrina Bush desde 1991, podría suponerse retrospectivamente que la delegación estadounidense ya condujo las negociaciones de Rambouillet desde ese punto de vista original.

Sea como sea, la decisión de George W. Bush de consultar al Consejo de Seguridad ya no se origina en el deseo de lograr la legitimidad que otorga el derecho internacional, que desde hace tiempo se considera superflua. Esta maniobra para cubrirse las espaldas sólo era deseable porque habría ampliado la base de la "coalición de voluntarios" y habría difuminado las objeciones de la propia población. Pero tampoco podemos entender la nueva doctrina como expresión de un cinismo normativo. Funciones como la consolidación geoestratégica de esferas de poder y recursos, que también debe cumplir esta política, podrían imponer que el asunto se considerara desde el punto de vista de la crítica ideológica. Pero estas explicaciones convencionales trivializan la ruptura con las normas, impensable hace año y medio, a las que Estados Unidos estaban obligados hasta entonces. Haremos bien si, en vez de limitarnos a atribuir motivos, tomamos la palabra a la nueva doctrina. Si no, ignoraremos el carácter revolucionario de una reorientación que se nutre de las experiencias históricas del siglo pasado.

El historiador Eric Hobsbawm llamó con razón al siglo XX el "siglo americano". Los neoconservadores pueden verse a sí mismos como "vencedores" y tomar como modelo para un nuevo orden mundial éxitos indiscutibles: la reordenación de Europa y del sureste asiático tras la derrota de Alemania y Japón, así como la transformación de las sociedades de Europa oriental y centro oriental tras la caída de la Unión Soviética. Desde la perspectiva de una post-historia interpretada en sentido liberal a la Fukuyama, este modelo tiene la ventaja de hacer innecesaria la discusión detallada de los fines normativos; ¿podría ocurrirle a la gente algo mejor que la extensión mundial de Estados liberales y la globalización de los mercados libres? El camino hacia ellas está claro: la guerra y la carrera de armamentos puso de rodillas a Alemania, Japón y Rusia. La violencia militar es tanto más tentadora cuando en las guerras asimétricas el vencedor se conoce de antemano. Las guerras que mejoran el mundo no tienen ninguna necesidad de justificación. Al precio de daños colaterales desdeñables eliminan males inequívocos, que perdurarían bajo la égida de una impotente comunidad de Estados. El Sadam que se precipita desde su pedestal es un argumento justificativo suficiente.

Esta doctrina se desarrolló mucho antes de los ataques terroristas a las Torres Gemelas. Pero la hábil manipulación de la psicología de masas de la conmoción causada por el 11 de septiembre es lo que ha creado el clima en el que la doctrina podía encontrar amplia resonancia; si bien en una versión un tanto distinta y radicalizada, como "guerra contra el terrorismo". Esa radicalización de la doctrina Bush se debe a que un fenómeno nuevo se define en los conocidos conceptos de la estrategia convencional. En el caso del régimen talibán, entre el terrorismo intangible y el "Estado delincuente" atacable existía realmente un nexo causal. Según este modelo, también a ese peligro solapado que se deriva de redes difusas que operan globalmente se le puede quitar el suelo con las operaciones clásicas de la guerra entre estados. Frente a la versión original, esta vinculación del unilateralismo hegemónico con la defensa frente a una amenaza subrepticia pone en juego el argumento de la defensa propia. En todo caso, tropieza igualmente con nuevas cargas probatorias. El Gobierno estadounidense tuvo que intentar convencer a la opinión pública mundial de la existencia de contactos entre Sadam Husein y Al Qaeda. Esta campaña de desinformación tuvo tanto éxito en su propio país que, según las últimas encuestas, el 60 por ciento de los estadounidenses celebró el cambio de régimen en Irak como "expiación" de los atentados del 11 de septiembre.

Pero la doctrina Bush no da en realidad una explicación plausible al uso preventivo de medios militares. Como la violencia no estatal de los terroristas -la guerra en la paz- se sustrae a las categorías de la guerra entre Estados, no puede fundamentar en modo alguno la necesidad de minar, en favor de una autodefensa bélica anticipada, la estricta regulación en el derecho internacional de la defensa de un Estado en casos de emergencia. Contra los enemigos relacionados entre sí en redes globales, descentralizados y que operan de forma invisible sólo cabe utilizar la prevención en otros niveles operativos. Aquí no sirven de nada bombas y cohetes, aviones y tanques, sino la cooperación internacional de los servicios estatales de información y las autoridades policiales, los controles del movimiento de capitales, el seguimiento de las conexiones logísticas en general. Los correspondientes "programas de seguridad" no se basan en el derecho internacional, sino en los derechos civiles garantizados por el Estado.

Es indudable que otros peligros, surgidos del fracaso (achacable a ellos mismos) de la política de no proliferación de armas nucleares, químicas y bacteriológicas, se pueden solucionar mejor mediante negociaciones que con guerras de desarme, como muestra la contenida reacción ante Corea del Norte. La doctrina aplicada de forma radicalizada al terrorismo no ofrece ninguna ganancia legitimadora respecto al fin que se persigue de forma directa, un orden hegemónico mundial. El Sadam que cae de su pedestal sigue siendo el argumento, el símbolo de la reordenación liberal de toda una región. La guerra de Irak es un eslabón en la cadena de una política de orden mundial que se justifica porque sustituye a la inútil política de derechos humanos de una ONU agotada. Estados Unidos adopta, valga decir fiduciariamente, el papel en el que la ONU ha fracasado. ¿Qué puede objetarse a esto?

Los sentimientos morales pueden dar lugar a confusión porque se vinculan a escenas aisladas, a imágenes aisladas. No hay forma de evitar la pregunta por la justificación de la guerra en general. La disensión crucial estriba en las respuestas a la pregunta de si el contexto del derecho internacional puede y debe sustituirse por la política de orden mundial unilateral de un poder hegemónico que se faculta a actuar a sí mismo.

Las objeciones empíricas a la factibilidad de la visión estadounidense apuntan a que la sociedad mundial se ha hecho demasiado compleja para que pueda controlarse desde un centro con los medios de una política basada en la violencia militar. En el temor al terrorismo de la superpotencia, repleta de armamento tecnológico, parece condensarse el temor cartesiano de un sujeto que trata de convertirse a sí mismo y al mundo que le rodea en un objeto para poder tenerlo todo bajo control. La política queda a la zaga de las redes horizontales del mercado y de la comunicación e intenta volver a modelarse según la imagen original hobbesiana de un sistema de seguridad jerárquico. Un Estado que refiere todas las opciones a la necia alternativa de guerra o paz tropieza pronto con los límites de sus propias capacidades organizativas y recursos. Igualmente, desvía a canales equivocados el entendimiento con potencias rivales y culturas diferentes, y hace vertiginosamente elevados los costes de coordinación.

Incluso aunque el unilateralismo hegemónico fuera factible, tendría, sin embargo, efectos colaterales normativamente indeseables conforme a los propios baremos. Cuanto más se imponga el poder político en las dimensiones del ejército, los servicios secretos y la policía, tanto más se entorpece a sí mismo -la política en el papel de un poder civilizador global-, tanto más pone en peligro la misión de mejorar el mundo según las ideas liberales. En los propios Estados Unidos, el prolongado régimen de "presidente en tiempos de guerra" ya está socavando hoy los fundamentos del Estado de derecho. Prescindiendo enteramente de los métodos de tortura practicados o permitidos fuera de las fronteras del Estado, el régimen de guerra no sólo priva a los prisioneros de Guantánamo de los derechos que les corresponden en virtud de la Convención de Ginebra. También otorga a las fuerzas de seguridad márgenes de actuación que limitan los derechos constitucionales de los propios ciudadanos.

¿Y no obligaría la doctrina Bush a tomar medidas verdaderamente contraproducentes en el caso nada improbable de que los ciudadanos de Siria, Jordania, Kuwait, etcétera hicieran un uso hostil de las libertades democráticas que pretende concederles el Gobierno estadounidense? En 1991 los estadounidenses liberaron Kuwait, pero no lo han democratizado. Sobre todo, el papel fiduciario que se ha arrogado la superpotencia tropieza con la contradicción de los socios de alianza a los que, por buenas razones normativas, no les convencen sus pretenciones de liderazgo unilateral. Hubo un momento en el que el nacionalismo liberal se consideró con derecho a extender por todo el mundo, en caso necesario con el apoyo de la fuerza, los valores universales del propio orden liberal. Este tomarse la justicia por la propia mano no es más tolerable por el hecho de que se haya trasvasado del Estado nacional a una potencia hegemónica.

Es precisamente el núcleo universalista de la democracia y de los derechos humanos lo que impide su imposición unilateral a sangre y fuego. La pretensión universalista de validez que Occidente vincula a sus "valores políticos fundamentales", es decir, al procedimiento de autodeterminación democrática y al vocabulario de los derechos humanos, no puede confundirse con la pretensión imperialista de que la forma de vida política y la cultura política de una democracia, aunque se trate de la más antigua, sea ejemplar para todas las sociedades. El "universalismo" de aquellos antiguos imperios que percibían el mundo más allá de sus inabarcables fronteras desde la perspectiva central de la propia imagen del mundo era de este tipo. Por el contrario, la autointerpretación moderna está marcada por un universalismo igualitario que exhorta a descentrar la propia perspectiva; obliga a relativizar la propia visión conforme a las perspectivas interpretativas de otros que tienen los mismos derechos.

Precisamente el pragmatismo estadounidense ha hecho depender la percepción de lo que es igualmente bueno o justo para todas las partes de la aceptación de las distintas perspectivas mutuas. La razón del moderno derecho racional no se impone en forma de "valores" universales que se pueden poseer, repartir y exportar globalmente, como si fueran mercancías. Los "valores", también aquellos que pueden contar con el reconocimiento global, no penden del aire, sino que sólo llegan a ser vinculantes en los órdenes y prácticas normativas de determinadas formas culturales de vida.

Cuando en Nasiriya se manifiestan miles de chiíes contra Sadam y contra la ocupación estadounidense, una de las cosas que expresan es que las culturas no occidentales tienen que apropiarse del contenido universalista de los derechos humanos mediante sus propios recursos y haciendo su propia lectura de los mismos, de modo que establezcan una relación convincente con las experiencias e intereses locales. Por eso, también en las relaciones interestatales la formación multilateral de la voluntad no es una simple opción entre otras. En su aislamiento electivo, ni siquiera la buena potencia hegemónica, que se presenta como fiduciaria de los intereses generales, puede saber que lo que afirma hacer en interés de otros sea de hecho igualmente bueno para todos. No hay una alternativa con sentido al desarrollo cosmopolita de un derecho internacional que escuche por igual y recíprocamente las voces de todos los afectados.

La ONU no ha experimentado hasta ahora daños mayores. Incluso ha ganado reputación e influencia por el hecho de que los "pequeños" miembros del Consejo de Seguridad no han cedido a las presiones de los grandes. Sólo su propia culpa podría dañar la reputación de la ONU: intentar "remediar" mediante compromisos lo que es irremediable.

Un soldado estadounidense observa el derribo de la estatua de Sadam en Bagdad, que simbolizó la caída del régimen.
Un soldado estadounidense observa el derribo de la estatua de Sadam en Bagdad, que simbolizó la caída del régimen.REUTERS

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