Espesa niebla en el canal
El secretario de Estado norteamericano Colin Powell, la cara amable del Gobierno del presidente George W. Bush, ha visitado Alemania. Lo que durante medio siglo apenas ha sido noticia ahora es un acontecimiento extraordinario. Hacía seis meses que no acudía a Berlín ningún miembro de cierto rango de la Administración norteamericana. También hace medio año que Bush no habla ni por teléfono con Gerhard Schröder, el jefe del Gobierno del que fuera el principal y más leal aliado de EE UU en Europa continental. La coalición del SPD y Los Verdes confiaba en que Powell pusiera fin a la era glacial en las relaciones con Washington. Craso error.
Desde ayer está muy claro que los intentos de Berlín y de París de pasar rápidamente página y olvidar su enfrentamiento con Washington, que tanta popularidad efímera les dio antes y durante la guerra de Irak, están de momento condenados al fracaso. Powell ha dejado claro que son los alemanes los que tienen que recomponer los platos rotos. Y Bush, en Washington, no ha podido resistir la tentación de darle una sonada bofetada política a Schröder al sumarse por sorpresa a un encuentro del vicepresidente, Dick Cheney, con Roland Koch, presidente del Estado federado de Hesse y hombre fuerte de la oposición democristiana alemana. En Berlín se entendió el gesto como lo que quería Bush que fuera, un gesto de desdén hacia Schröder.
Los daños a estas relaciones son más profundos de lo que algunos han querido creer. Comenzaron con los alardes electorales de populismo antiamericano de un Gobierno alemán que se veía derrotado en los comicios de septiembre pasado y culminaron en el autosatisfecho seguidismo de Berlín a la política de París en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. En la conmemoración del Tratado de Versalles, primero, y en Bruselas y Nueva York, después, Schröder y Chirac decidieron erigirse no ya en tándem de aliados díscolos sino en contrapoder con vocación obstruccionista a toda política de Washington respecto a Irak. En medio de la oleada de hostilidad hacia Washington que movilizó a media Europa, Berlín y París se creyeron tan arropados y jaleados que consideraron conveniente otra afrenta transatlántica y un menosprecio a los demás miembros de la OTAN con su patética cumbre reciente para la creación de una alianza militar europea sin otros aliados que Bélgica y Luxemburgo.
Ayer como muy tarde, Berlín y París han tenido que comprender que sus intentos de erigirse en líderes de un supuesto contrapoder europeo a Washington no sólo han fracasado, sino que tienen un alto costo para ambos. Moscú, su supuesto aliado en ese eje contra el unilateralismo, ya se ha reconciliado con Washington. La mayoría de los miembros europeos de la OTAN han criticado su política. Y ahora les toca hacer esfuerzos a ellos para no quedarse totalmente aislados con la única y poco reconfortante compañía de Bélgica y Luxemburgo. Schröder se ha mostrado de repente dispuesto a ampliar su presencia militar en Afganistán cuando hace semanas quería liquidarla lo antes posible. Francia siente un repentino impulso de enviar tropas a Irak. Ambos se declaran ahora dispuestos a favorecer una resolución para el inmediato levantamiento de las sanciones a Irak tal como desea Washington.
Todo ello ocurre cuando la luna de miel con su electorado pacifista o antiamericano toca a su fin. Alemania se hunde en la recesión y el déficit. En Francia las manifestaciones ya no celebran a Chirac como adalid europeo, sino que lo tachan por querer liquidar las pensiones. Los británicos cultivan aquel viejo dicho, mitad serio mitad guasa, que anunciaba densa niebla sobre el canal de la Mancha y sentenciaba, que debido a ello, "el continente se halla aislado". Las dos potencias europeas han creído, entre tanta niebla, que eran los demás los aislados. Ahora son ellos los condenados al esfuerzo de disipar la niebla generada y recuperar la confianza de Washington y de sus aliados europeos, imprescindible para la Unión Europea, para la OTAN y para la seguridad común.
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