Las nuevas fronteras del cine europeo
La Comisión de Bruselas y el Festival de Cannes defienden la cultura audiovisual del continente
Por primera vez en su historia, el Festival de Cannes ha querido ser algo más que el marco geográfico que recibe la visita de algunos ministros de Cultura para hablar de cine. Esta vez, en sintonía con la prensa y la comisión de Bruselas, y su responsable de área, Viviane Reading, ha montado el día del cine europeo, es decir, una jornada de reflexión y propuestas de parte de todos los grandes operadores continentales de la industria y la política culturales.
La sintonía con Bruselas va acompañada al mismo tiempo de una cacofonía absoluta en el resto del universo político. Se quieren poner las bases de unas políticas cinematográfica y televisiva europeas justo cuando la UE acaba de confirmar, una vez más, que no tiene política común para sectores como Exteriores, Defensa o Seguridad. Miembros de la "vieja Europa", pero también de la "nueva Europa", compiten en servilismo para con EE UU, precisamente la potencia "ocupante" de las pantallas y los televisores continentales.
La industria audiovisual no existe en Europa, reducida apenas a algunas directivas comunitarias y unos pocos acuerdos de cooperación. Se trata de industrias nacionales, más o menos débiles, con escasa capacidad exportadora, abocadas al cultivo del propio minifundio. Eso, durante las décadas en que los índices de asistencia a salas hacían del cine el principal entretenimiento popular, no era muy grave, sobre todo porque EE UU amortizaba sus productos también a partir de su mercado interior. Pero hoy Hollywood necesita de un mercado mundial tanto por razones económicas como por voluntad de hegemonía cultural, una voluntad que también responde a imperativos económicos.
Poner en relación la industria del cine con la militar o con la política económica de los países es hoy una operación de mal gusto, rápidamente descalificada en tanto que "ideológica", sin duda porque la reciente profusión de superhéroes llegada del otro lado del Atlántico es casual, tan casual como en su día debió serlo la producción de Raza respecto al franquismo. En cualquier caso, en Cannes, con la colaboración de directores de periódicos como el polaco Adam Michnik (Gazeta Wyborcza) o el francés Jean Marie Colombani (Le Monde) se quiere reflexionar sobre la futura convivencia de 25 Estados, con grandes diferencias entre ellos, algunos -pocos- con industria propia, en ciertos casos con una identidad cultural muy marcada, pero en otros atravesada por la historia común con los vecinos, con la frecuentación al alza en todos -las excepciones son Lituania y Letonia-, con tradiciones de cine de autor en los países que vienen del antiguo bloque comunista, pero con muy poca experiencia de espectáculo popular moderno.
Cannes, que cada año ejemplifica una suerte de combate metafórico del cine -del mejor cine- de EE UU contra una selección del resto del mundo, ya lleva tiempo incorporando a ese equipo multinacional que respeta todos los idiomas a cineastas como Sokurov o Sharunas Bartas. En un 30% como mínimo esos directores ya son financiados por fondos europeos o estrictamente franceses. El interés de la supervivencia de un mundo en el que la producción de imágenes no salga siempre de la misma cámara y no sea distribuida por un único circuito es obvio. De la misma manera que la visión del mundo cambia cuando no es exclusiva de la CNN, la vida tampoco ha de ser contada siempre a ritmo trepidante y en medio de rascacielos que explotan y salvapatrias que ponen fin al peligro. Europa encuentra su razón de existir en la defensa de su diversidad y ésta debe afirmarla frente a la, a veces, muy seductora apisonadora estadounidense. No entender eso, pensar en una coexistencia feliz y equilibrada con una superpotencia, equivale a comportarse como esos perros atados con una correa elástica, que creen ser libres porque nunca se asoman más allá del territorio marcado.
Babelia
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