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Guantánamo

El 10 de diciembre de 1898, España, derrotada, se inclinó y entregó Cuba, Puerto Rico y Filipinas a los Estados Unidos de América. Concluía así la guerra hispanonorteamericana, la guerra de Cuba. Donde más se perdió al decir popular. Una guerra cruel en la que el prócer Antonio Cánovas del Castillo, modelo de estadistas actuales, estuvo dispuesto a enterrar hasta la última peseta y, desde luego, al último soldadito español. También aquella guerra produjo daños colaterales. Guantánamo fue uno de ellos. Se ha cumplido poco más de un siglo desde la incorporación de la enmienda Platt en la Constitución de Cuba, y sesenta y nueve años desde que el Gobierno de los Estados Unidos se avino a abrogarla. Pero quedó en pie una de sus secuelas, vestigio de aquel apartado séptimo de la enmienda por el cual los cubanos, teóricamente independientes, se comprometieron a vender o a arrendar a Washington las tierras necesarias para establecer allí estaciones navales o de carboneo. Testimonio hiriente de lo que fue una manifiesta injerencia, criatura sin duda de un destino manifiesto, la base naval -cedida a Washington por Tomás Estrada Palma, primer presidente cubano- sigue ahí: el rastro que dejó tras de sí, antes de retirarse de la isla al cabo de cuatro años de ocupación militar, aquel extraño en casa, como parece que dijo el general Máximo Gómez a principios de 1901.

En Guantánamo se han dado cita los horrores y los errores del pasado y del presente, dos imperialismos y dos cárceles. Guantánamo es, además, el punto de encuentro, real o imaginario, de cubanos, yanquis y españoles, pero también de talibanes y de iraquíes. Guantánamo es un resumen cabal de nuestro tiempo.

Siempre me ha llamado poderosamente la atención el que apenas se haya hablado de Guantánamo como de un residuo colonial. Como si este emblemático producto de un tratado desigual, nuevo Gibraltar caribeño en manos anglosajonas por muy distintos que sean sus orígenes y su naturaleza jurídica, no fuera y siga siendo otra escandalosa aberración. Como si aquella temprana manifestación del pujante imperialismo norteamericano respondiera a la naturaleza de las cosas, a una armonía preestablecida. Me ha sorprendido de igual manera que cuantas voces se han alzado en Madrid y en Miami para condenar a Fidel Castro por sus desafueros no hayan condenado parejamente ese insulto a Cuba que es Guantánamo, convertido por Washington, por si fuera poco, en su particular basurero; una prisión dentro de otra, un espacio infrajurídico en el que quien se ha autoproclamado justiciero universal también viola masivamente los derechos humanos. La distancia que separa la realidad del deseo.

Ahora, como entonces hiciera John R. Brooke al asumir todos los poderes de manos del presidente William McKinley, otro general americano ha hecho lo propio en Irak, y ahora, como entonces, Jay Garner ha lanzado una proclama al pueblo, liberado de un yugo opresor, y le ha asegurado un futuro feliz y en libertad. En los dos casos, en Irak como en Cuba, una guerra breve y una victoria fulminante. Entonces se prometió a los cubanos que las tropas norteamericanas se retirarían pronto de la isla. ¿Se sorprenderá alguien de que más pronto que tarde la Administración Bush haga en Irak lo que el presidente Theodore Roosevelt hizo en la perla de las Antillas, crear un nuevo Guantánamo entre el Tigris y el Éufrates? Se diría también que, tanto o más que las alegadas consideraciones humanitarias, las razones que han movido al libertador en una y otra guerra han sido la geopolítica, el azúcar y el petróleo.

Ocho meses antes de que se cumpla el primer centenario del tratado de reciprocidad comercial entre la República de Cuba y los Estados Unidos, me atrevo a proponer un nuevo pacto a Washington y a La Habana; un acuerdo histórico para celebrar la efeméride, a fair deal. Al presidente George W. Bush, que renuncie a Guantánamo y que abandone Cuba; que le devuelva su plena integridad. A Fidel Castro, que abdique del poder y que abandone también la isla. Que se venga a España. O se vaya a cualquier país iberoamericano que se preste a acogerlo y se comprometa a garantizar sus días. ¿No se había ofrecido, al fin y al cabo, una salida semejante a Sadam Husein? Comandante, ¿acaso quiere morir allí como lo hizo el general Franco aquí?, ¿en la cama, entubado y con media docena de ejecuciones más en el regazo? Si los dos hicieran semejante gesto de generosidad todos saldríamos ganando, incluso la Revolución.

Máximo Cajal es embajador de España.

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