Guerra sin fin
En un mensaje televisado a la nación desde el portaaviones Lincoln -sobre el que Bush se posó en atuendo de piloto de combate en una imagen destinada a proporcionarle réditos electorales-, el presidente estadounidense ha declarado finalizada la guerra de Irak, al menos en su fase de grandes combates. Bush se ha curado en salud, absteniéndose de proclamar formalmente el final de las hostilidades, lo que, según las leyes internacionales -letra muerta para EE UU en el ataque desencadenado el 20 de marzo-, obligaría a Washington a adoptar medidas inmediatas que no está en disposición de aplicar: se trate de liberar a los miles de prisioneros iraquíes o de la prohibición de cazar a tiros, llegado el caso, a Sadam Husein.
Pero el presidente estadounidense, en lo que puede considerarse el comienzo de la campaña para su reelección en 2004, ha insistido en ideas peligrosas para todos. Una de ellas es la de considerar la ocupación de Irak como una conquista crucial en el combate contra el terrorismo internacional iniciado el 11 de septiembre de 2001; otra, de mayor alcance, su reiteración de que en esa lucha global, en la que Afganistán e Irak serían sólo las primeras piezas, EE UU seguirá la doctrina de la guerra preventiva. El discurso del portaaviones contiene, junto al mensaje electoral interno, otro externo en clave de poder mundial: ahora ya saben todos cómo las gasta Bush con quien no obedece sus órdenes.
Pero, pasado el tiempo, Washington será juzgado sobre Irak por cómo maneje la transición de este país hacia una vida mejor tras la tiranía de Sadam. Asegurar la paz va a ser, como se sabía, mucho mas difícil que ganar la guerra. En este aspecto decisivo, Bush ha reiterado el compromiso de su Gobierno con la reconstrucción del país asiático y su pacificación, pero también hubo promesas del mismo tipo en el caso de Afganistán y los resultados, por el momento, son descorazonadores. La realidad es que todo está por hacer. Millones de iraquíes se enfrentan al colapso de la seguridad callejera y sufren todavía la falta de servicios tan esenciales como la asistencia sanitaria, el agua o la electricidad, aspectos todos en los que EE UU tiene una responsabilidad directa y urgente. Lo mismo que, a más largo plazo, en el establecimiento de un marco político estable que haga posible un Irak civilizado.
En este contexto, la mayor implicación de España en la actual situación, con compromisos específicos en tareas de administración y de seguridad, no se corresponde con la opinión mayoritaria de los ciudadanos ni del conjunto de las fuerzas políticas. Las dudas jurídico-constitucionales planteadas por el apoyo español a la guerra se acrecientan con la aportación de funcionarios al Gobierno de ocupación en Bagdad, uno de ellos con rango de viceministro, y el envío de un contingente de casi mil militares para asumir tareas de seguridad en la provincia de Um Qasr.
Las iniciativas de Madrid suponen un mayor riesgo bélico para ciudadanos españoles y una contribución directa, imposible de enmascarar como ayuda humanitaria, a tareas que siguen formando parte de una guerra no concluida formalmente. El Parlamento no puede quedar marginado una vez más por unas decisiones que ahondan el compromiso de España con Washington y alejan la posibilidad de que la ONU administre el Irak de la posguerra.
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