Contra la barbarie
Tenía de joven el habla clara, pero granadina, y seguida, pero suave; él mismo era un personaje de teatro y, como si estuviera en escena, tenía una retórica de estrellas y caminos aéreos y celestiales. Fue uno de los tres grandes salvadores de la barbarie en el teatro del régimen: con Cayetano Luca de Tena y con Luis Escobar, que pertenecían enteramente a ese régimen pero tenían una visión muy alta de la literatura, y con algunos figurinistas y escenógrafos, y un par de críticos (Gonzalo Torrente, Marqueríe); el primer franquismo tuvo la suerte de que aún conservaban sus hombres de cultura la que habían aprendido y recibido antes de la guerra. Otra derecha.
Tamayo iba por la zona nacional con sus autos sacramentales y sus calderones monárquicos, con una compañía universitaria, y colocaba en ellos un sentido grandioso de la escena: antorchas o doblones, cantos gregorianos, ropajes de oro y terciopelo rojo cuyo peso soportaban los actores con entereza en los veranos de guerra. Luego iba con un estandarte o lábaro en homenaje a Granada, con un lema de Lope de Vega -bajo cuyo nombre se amparó para la compañía que fundó después de estar en el Teatro Universitario-, y mantuvo nombre y lemas toda su vida sin abandonarlo nunca: hasta ahora mismo, cuando, sin dejar el teatro de altar de iglesia, abrió el camino a los nuevos autores, a las nuevas o entonces novísimas ideas.
Tengo algunos apuntes en la memoria -por tanto, inseguros- de Tamayo. Fui quinto, me sortearon, me mandaron a África; y allí volví a ver a Tamayo, que tenía apenas cuatro años más que yo, creo que con un shakespeare, y con actores más jóvenes que él y que yo: Francisco Rabal y Asunción Balaguer, y me trajeron noticias de Madrid y del teatro y de lo imposible. Años después: fui al ensayo general de Muerte de un viajante, de Miller; comentábamos que jamás iría nadie a ver una obra tan triste cuando el público de Madrid era evasionista; y ya había colas en la taquilla que no se extinguieron nunca.
Hay que hacer un parón aquí: entre los oros y las llamas de sus clásicos, empezó a meter a los autores desconocidos en España, y a tratar de estrenar a los que empezaban. Fue quizá el primero que se atrevió con Miller, que era y es francamente rojo (no sé si antes o después fue Escobar con Todos eran mis hijos), y se atrevió con Lorca y con Valle-Inclán, tan dejados de la mano del dios gobernante que mandaba en la cultura; y sacó adelante a Bertolt Brecht y a Anouilh...
Le recuerdo en Caracas, cuando le encontré ya con la voz perdida y la memoria golpeada -salvo para el teatro-, en el Hilton, sentado en el hall con un pijama sobre el que se había puesto unos pantalones. Y en la plaza de toros de Madrid, con la más famosa de las antologías de la zarzuela -creó la Amadeo Vives-; el número cumbre era la canción de "Banderita, tú eres roja. Banderita tú eres gualda..." (el pasodoble de Las corsarias), y salía al escenario una enorme bandera monárquica: se me acercó luego Tamayo cuchicheándome al oído que lo había aprendido en Rusia, en un teatro donde la bandera roja lo llenaba todo: por si yo era comunista, como se decía, o por si me molestaba que no pudiera estar el morado de la bandera de la II República Española, que fue mi país. ¡Qué me iba a molestar! Ni ahora. Allá ellos. Me molestaba más, un poco al oído y un poco al sentido literario, dramático y teatral, la zarzuela: pero para él fue una segunda vida que llevó por el mundo. Con su entusiasmo. Porque lo que tenía era entusiasmo, pasión por todo, o por lo que amase. Quería hacer un gran teatro: estaba seguro de que lo hacía, y se alababa a sí mismo, a sus actores, a sus familiares que le ayudaban cuando ya no podía solo. Sacaba el dinero de debajo de las piedras para tener teatros y para montar compañías y viajarlas, y lo perdía una y otra vez.
El último recuerdo es el de verle en escena, respondiendo con su saludo a las ovaciones del público: ya no se le premiaba sólo el último montaje -que a veces era una rememoración de los primeros-, sino por la inmensa aportación que había hecho al teatro, al salto sobre la censura, al esfuerzo sobre un público acostumbrado a bazofias. Salía, se le saltaban las lágrimas, hablaba con la voz ya irrecuperable, apenas comprensible, y todos le queríamos.
Babelia
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