La necesidad de un nuevo lenguaje transatlántico
Necesitamos un nuevo lenguaje transatlántico. Algunos de los insultos intercambiados en los últimos días y semanas son indignos de los grandes centros de democracia que representan Europa y Norteamérica. El hecho de ridiculizar a un país -y los periódicos franceses que atacan a EE UU reflejan fielmente los periódicos norteamericanos que arremeten contra Francia- es señal de un mal lenguaje y, peor aún, de una mala política. De hecho, muchos de los discursos pronunciados sobre la crisis de Irak por los principales protagonistas -los líderes políticos, sobre todo los ministros de Exteriores, de los países clave afectados- son meditados y estudiados.
Cada uno tiene que situarse en un contexto nacional. El 11-S, Estados Unidos sufrió un ataque peor que el de Pearl Harbor. Hasta hace poco, la participación de militares de Alemania en misiones armadas lejos de ese país habría sido simplemente inconcebible.
Los partidos de izquierdas en la oposición -como en Francia e Italia- se comportan de diferente manera comparado con el periodo en que ellos ejercieron el poder gubernamental. Los gobiernos encabezados por la izquierda en Italia y Francia no necesitaron ninguna resolución de la ONU para participar en la acción militar, que incluyó el bombardeo de la ciudad europea de Belgrado, con el fin de frenar la tiranía de Milosevic.
En la oposición, los líderes de los partidos siempre están sometidos a una mayor presión para satisfacer las demandas de sus militantes. El desafío para el Gobierno es tratar de no seguir ciegamente los dictados de la opinión pública. En los años treinta, la opinión pública británica era abrumadoramente pacifista. Winston Churchill no hizo caso de ella. ¿Estaba equivocado?
En 1962, cuando en Francia tanto la derecha como la izquierda fueron presa del antiamericanismo, el general De Gaulle conmocionó a su país al expresar su solidaridad sin reservas con Estados Unidos en la crisis cubana. De Gaulle aclaró al Kremlin que Francia lucharía con Estados Unidos en caso de un conflicto sobre la presencia de misiles soviéticos en Cuba. La diplomacia de De Gaulle dio resultado. De Gaulle tenía duras palabras para la política estadounidense en privado. En público, su lenguaje era enérgico, pero nunca vulgar.
Londres no habla en nombre de Europa. No lo hace París. Ni Berlín. Los signatarios de la carta que amablemente rehusaron adherirse a las opiniones expuestas por dos de las grandes naciones de la UE fueron líderes de izquierda y derecha, de naciones nórdicas y mediterráneas, de Europa Occidental y Oriental. La más antigua e inquebrantable democracia parlamentaria de la Unión Europea -Gran Bretaña- estaba allí con uno de los estados más nuevos de Europa, la República Checa.
Francia y Alemania tienen derecho a hacer declaraciones conjuntas que no han sido debatidas con otros líderes de Unión Europea. Otros Estados miembros de la Unión Europea también tienen ese derecho. Hace veinte años, la izquierda europea se unió en un arrebato similar de cólera contra el presidente republicano de Estados Unidos, Ronald Reagan, quien pretendió instalar los misiles de crucero y Pershing en Europa Occidental.
Se utilizó el mismo lenguaje de "vasallos", "servidumbre" y "arrogancia imperial de EE UU". Un socialista francés, François Mitterrand, tuvo una visión diferente. Fue al Bundestag y advirtió que las manifestaciones tenían lugar en Europa Occidental, pero los misiles SS-20 de la Unión Soviética estaban en Europa del Este.
Esto cayó como una ducha helada sobre las pasiones antiamericanas desatadas en las capitales europeas. Mitterrand tenía muchos defectos, pero conocía bien la historia y era consciente del poder de las palabras, sobre las que tenía un dominio felino.
La historia no está del lado de dictadores como Sadam Husein. La historia está del lado de la creación del imperio de la ley y de la configuración de instituciones internacionales que pueden hacer cumplir ese imperio de la ley. El proceso no será una espléndida marcha hacia un mundo kantiano de paz perpetua -la utopía soñada por Víctor Hugo y lord Tennyson, en el que todas las fronteras y diferencias nacionales son suprimidas en un parlamento federal mundial-.
La creación del imperio de la ley internacional se hará a trompicones -a veces se detendrá, a veces avanzará-. Requerirá compromisos turbios que acepten, por ejemplo, que los soldados de Francia no estén por el momento bajo la jurisdicción de la Corte Penal Internacional. También requiere el reconocimiento de que las inquietudes de EE UU en torno a los procesamientos políticamente motivados en el tribunal no son infundadas, dado el papel que tantos países del mundo desean asignar a EE UU en la defensa de sus libertades.
A Europa también se le plantea un desafío nuevo. Los desacuerdos y las duras palabras de los últimos días y semanas no demuestran la imposibilidad de que Europa desarrolle una política exterior común coherente, pero sí la necesidad de poner en marcha un esfuerzo serio para conseguirlo.
Debería hacerse una distinción entre una política exterior sola o única y una común. La primera es imposible y no merece el esfuerzo. Francia y Gran Bretaña no van a renunciar a su condición de miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Irlanda no va a renunciar a su neutralidad. Ni Gran Bretaña ni España solicitarán que sus diferencias sobre Gibraltar sean resueltas por los votos de los comisarios de la UE procedentes de Luxemburgo y Austria.
Pero debería ser posible -como lo ha sido- configurar la política exterior común en áreas como los Balcanes, en lo referido a las relaciones con Rusia y China, apoyar el proceso de Oriente Medio, desarrollar una nueva relación transatlántica entre Europa y América Latina para apoyar los esfuerzos de presidentes reformistas como Lula en Brasil y Vicente Fox en México.
Esto proceso no debe quedar en manos de los técnicos y diplomáticos de la Unión Europea. Tiene que haber un intercambio político mucho mayor en Europa. ¿Por qué no existe ningún mecanismo que permita a diputados británicos encontrarse en pleno debate con diputados de la Asamblea Nacional francesa o del Bundestag en Berlín? Los reformadores parlamentarios podrían estudiar cómo crear sistemas permanentes de diálogo y -sí, de debate enérgico y sincero- entre los representantes elegidos de Europa. Es mejor comprender las diferencias antes de que propicien o creen la crisis y el diálogo de sordos actual.
Asimismo, es primordial mejorar el contacto entre los "legisladores" elegidos de Estados Unidos y los de Europa. A pesar de la facilidad de comunicación y de viaje, la carencia de contactos mutuos y comprensión mutua nunca ha sido tan grande.
Las recriminaciones sobre cómo manejar a un dictador odioso y partidario del terrorismo como Sadam Husein consuelan sólo a sus apologistas y a otros tiranos y terroristas que quieren ver cómo los defensores de la libertad se pelean entre sí.
Europa y Norteamérica comparten demasiados valores, demasiada historia, y ambos proclaman un compromiso conjunto con el imperio de la ley y los derechos humanos. Lo que es necesario ahora es un nuevo lenguaje común para expresar estos valores, así como palabras que propicien la unión en lugar de la discordia.
Denis MacShane es ministro británico para Europa.
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