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Eduardo Arroyo recorre la tragedia de Europa junto a Goya, Benjamin y Byron

El pintor publica el ensayo 'El trío calaveras' sobre tres personajes que para él son obsesivos

Jesús Ruiz Mantilla

El Goya más negro; un Walter Benjamin trasterrado y solo en los Pirineos, mirando al mar antes de morir, y el lord Byron que forjó carácter de héroe romántico a base de los puñetazos recibidos como boxeador amateur, son tres personajes que conviven con el pintor Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) "como una obsesión". Escribió sobre ellos sin que nadie se lo pidiera en sus largos viajes en tren por Europa, y ahora aparecen en un ensayo furioso y radical con el título de El trío calaveras (Taurus). Ayer lo presentó en Madrid con Juan Cueto y el cineasta Gonzalo Suárez.

Pero no son sólo tres los personajes que acompañan a Eduardo Arroyo en su viaje trágico y sin concesiones. Se les unen muchos otros, con retazos de vidas rotas, huidas memorables y que quedan en la conciencia de los pueblos. Fracasos vitales y morales estrepitosos como los de Stefan Zweig, en quien se detiene de manera especial para contar las horas previas a su suicidio en Brasil, pero también Primo Levi, Joseph Roth, Arthur Koestler, Ángel Ganivet... Sus huellas, sus colores, los ha visto el pintor en el paisaje, desde la ventanilla del tren.

Pese a que El trío calaveras empieza con Goya y una rabiosa diatriba contra la España negra, el libro se convierte a lo largo del recorrido, paradójicamente, en un retrato de la Europa negra, del Occidente negro, que está ahí, con boxeadores mancos, poetas tullidos y hedor a cadáver. "Sí, es cierto, la Europa negra existe", dice Arroyo, con chaqueta de pana azul, pero corbata y pantalón de luto. Él es consciente de que esa España de sotanas y botas militares también está ahí, pero se niega a pintarla. La prefiere roja, que es un color muy goyesco también: "La España con colores y la España roja que es la de mi familia, la republicana, la del exilio, la de la cercanía a Francia y la toma de conciencia política", asegura.

No le gusta hablar de su escritura -ha publicado la biografía del boxeador Panama Al Brown y otro libro de reflexiones, Sardinas en aceite- ni tampoco de su pintura, pero se define así: "Soy un pintor que escribe". Arroyo salió de España con hambre de modernidad y, después de comerse el mundo abierto de la eterna bohemia en París, se convirtió en uno de los inspiradores del movimiento de figuración narrativa, es decir, en un pintor de historias y en un personaje que "desborda los límites", según le describía ayer el escritor Juan Cueto en la galería Metta.

Pero tampoco deja de explayarse por timidez: "Mis amigos saben que yo hablo de todo, de corrido y por horas", asegura, "pero me soportan con indulgencia franciscana", admite, o también porque tiene un verbo de combate y una visión de la vida que mezcla la tragedia y la juerga vital.

Es, sin embargo, discreto cuando entra en terrenos que no son los suyos, como el de la escritura. "Pinto un número exagerado de horas al día, pero escribo, como mucho, dos folios seguidos", comenta. "Paso por la literatura con cuidado, con prevención y de puntillas".

Así es, pese a que estudió periodismo e hizo crónicas deportivas, de boxeo sobre todo, como su amigo Gonzalo Suárez, quien dijo ayer: "El cine debería ser lo suficientemente libre como para llevar este libro a la pantalla". La frase le gustó a Arroyo, pero sobre todo le sorprendió.

Vagar sin rumbo

El libro surgió por el placer secreto de este artista por vagar sin rumbo, o despacio, como ha tenido que hacer por toda Europa, donde ha ideado vestuarios, figurines y decorados para óperas en festivales como el de Salzburgo, donde ha montado varias obras junto a Klaus Michaël Grüber, a quien dedica el libro. Pero también ha sido un parto "doloroso", confiesa. "Es un paseo afectivo, un merodeo por mi mundo, bañado en melancolía, que es una manera de fijar con atención la mirada", dice. Y de la necesidad de dialogar con sus personajes, con Goya y Benjamin, que le obsesionan hace años, y con lord Byron, después. "A Byron le conocí años más tarde. Mi amistad con él ahora es fascinante", cuenta. "El caso es que llegó un momento en que los tres estaban conmigo, en mi habitación, y pedían luz; entonces surgió la necesidad de sentarnos juntos a la mesa para hablar y discutir", dice.

Con Goya habló de los colores y los tonos con los que España merece que la pinten; a Picasso también le dice unas cuantas cosas. Con Benjamin, de lo importante que es no perder Europa, "que es mi mundo, nuestro mundo", declara firme, "si no, esto sería un horror o una continua Feria de Abril", añade. Y con Byron, de la metáfora del boxeo como la vida, seguramente.

Arroyo asegura que no piensa en imágenes a la hora de pintar ni de escribir. "No sabría explicarlo, es algo para mí complicado de contar", dice. Y quiere huir de la figura del pintor encerrado en su mundo, pese a que él se recluye muy a menudo a trabajar en su casa de Robles de Laciana, en los montes de León, entre Babia y el Bierzo. "Hay que huir de la leyenda del troglodita plástico, sobre todo plástico, que no se me ocurre una palabra más fea, como si pareciéramos botellas de agua mineral". He ahí un ejemplo claro de cómo Arroyo imagina el lenguaje y las figuras que después plasma en sus cuadros...

De izquierda a derecha, Juan Cueto, Gonzalo Suárez y Eduardo Arroyo, ayer en la galería Metta.
De izquierda a derecha, Juan Cueto, Gonzalo Suárez y Eduardo Arroyo, ayer en la galería Metta.LUIS MAGÁN

Las moscas que se salen de los límites

Por la portada de El trío calaveras anda una mosca gigante. Es la misma, quizá, que se sale del lienzo y explora el marco de alguna de las obras de Eduardo Arroyo; probablemente familia en segunda generación de las que se le plantaban en el bigote a Salvador Dalí en su casa de Port Lligat, cuando éste se untaba los pelos con el aceite de las anchoas para atraerlas como un imán. Son pobladoras, en suma, "de este país de las moscas", al que tanto recurre en su obra el pintor madrileño, leonés y parisino al tiempo.

"El pintor de la pasión por los límites", que definía ayer Juan Cueto. Por transgredirlos, sobre todo, se entiende. "El que desborda los cuadros y el que ha escrito estas máquinas narrativas que son los ensayos de El trío calaveras", añade el escritor. Y el que, cuando el pensamiento único y la filosofía light y holgazana de El fin de la historia, predicado por Francis Fukuyama, se alzó y se declaró "artista indómito", en los años noventa, según recuerda Cueto, ese creador que tiene también la obligación de "llegar a las últimas consecuencias".

El mismo que además recurre y utiliza el boxeo como hilo conductor en los tres relatos sobre Goya, Walter Benjamin y lord Byron, tal como dejó patente Gonzalo Suárez, quien también comparte con Arroyo la pasión por Byron, al que dedicó su obra maestra, Remando al viento. "Yo comparto con Arroyo esa afición por el boxeo como metáfora y sentimiento de lo efímero, ese deporte que no tiene un buen final ni para el ganador y que se parece demasiado a nuestras vidas", asegura el cineasta.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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