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Tribuna:DEBATE | ¿Hay que suprimir el impuesto de sucesiones?
Tribuna
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Custer contra González

La reciente promesa del Partido Popular de suprimir el impuesto de sucesiones entre padres e hijos en aquellas comunidades autónomas donde gobierne guarda un curioso paralelismo con la crisis de Irak: también aquí el partido del Gobierno parece seguir la estela de su gran mentor extranjero, el presidente Bush.

En Estados Unidos, los republicanos lograron a finales de los noventa que el Congreso aprobara la supresión del impuesto ("estate tax"), pero la ley fue vetada por Clinton. Aupado al poder, Bush incluyó la medida en la reforma fiscal que el Congreso aprobó en julio de 2001, pero la supresión fue escalonada y temporal -hasta el año 2010-. Los intentos por hacerla definitiva han reavivado el debate, en el que, paradójicamente, varios acaudalados personajes (entre ellos, el padre de Bill Gates y otros millonarios famosos) han defendido el impuesto. Aducen que es esencial para que Estados Unidos siga siendo una "meritocracia" -basada en el esfuerzo y el éxito individual-, no una "plutocracia" hereditaria, como la "vieja Europa" (dicho sea sin ironía). Sus antagonistas responden que si esos millonarios defienden el impuesto es porque sus abuelos -los Rockefeller de principios del siglo XX- acumularon su fortuna cuando el tributo no existía y ahora no quieren que nadie se enriquezca y les haga sombra. Dejan también caer que el impuesto de sucesiones nace de una obsesión confiscatoria enemiga de la propiedad privada, de la que hay traza en el Manifiesto Comunista. A veces parecen guiados por una doctrina fiscal semejante a la del general Custer con los indios: "El mejor impuesto es el que no existe".

El carácter progresivo del impuesto de sucesiones complementa el del IRPF

Pero el impuesto existe en casi todos los sistemas tributarios modernos. Su carácter progresivo complementa el del IRPF. Su capacidad recaudatoria es moderada, pero no desdeñable (el año 2001, las comunidades autónomas no forales recaudaron 1.343 millones de euros). La transmisión entre padres e hijos de la vivienda habitual o de empresas familiares está casi exenta (en estas mismas páginas, la directora general de pymes, Isabel Barreiro, recordaba el pasado 17 de enero que el reciente Libro Verde de la Comisión Europea destaca el favorable régimen que existe en España para transmitir el patrimonio empresarial).

Los argumentos esgrimidos contra el impuesto son débiles. Sus efectos adversos sobre el ahorro son más que dudosos (el sustancial importe que pagaron sus herederos en Cantabria, ¿moderó acaso el espíritu empresarial de don Emilio Botín padre?). El agravio comparativo entre los residentes en comunidades autónomas no forales y los residentes en los territorios forales de Navarra y en el País Vasco -tradicionalmente exentos del impuesto- no debiera llevar a la supresión del impuesto en toda España, sino a la lucha contra la "desfiscalización competitiva" y la "competencia fiscal desleal", como viene haciendo la Unión Europea, con el apoyo de España, desde 1997. Si se quiere evitar el agravio comparativo entre comunidades, lo primero sería impedir una "subasta fiscal a la baja" entre comunidades de derecho común.

Se argumenta que la gente adinerada suele eludir el impuesto mediante múltiples triquiñuelas, incluido el uso de sociedades patrimoniales, fuera y dentro de España, o el abuso de la reducción prevista para la transmisión de empresas familiares. Y de tales fraudes se infiere la conveniencia de suprimir el tributo. La premisa es cierta: en una magistral conferencia sobre el uso abusivo de las sociedades mercantiles que dio hace ahora diez años Juan Álvarez-Sala, gran notario y amigo, señalaba con ironía que en España "ya sólo heredan los pobres", pues los causantes adinerados se limitan a endosar en blanco sus títulos de propiedad, sin que nadie se entere. Pero la doctrina de que la existencia de fraude debe llevar a la supresión del impuesto no es de recibo, y aplicada a otros tributos -IVA, IRPF...- sería demoledora. Olvida que desde hace ya años los países de la OCDE y de la Unión Europea vienen luchando contra el fraude fiscal, los paraísos fiscales y el abuso de "vehículos societarios"; y que el propio Ministerio de Hacienda adopta cada año, con razón, nuevas medidas contra la elusión del IRPF mediante sociedades.

En España, además, los patrones éticos son cada vez más exigentes y la reputación de cualquier personaje público (sea empresario, artista, o no digamos político) puede sufrir grave quebranto si se conduce de forma dudosa. Recordemos la que podríamos bautizar como "doctrina González" o "test moral FG", en homenaje al actual presidente del BBVA, quien, tras el escándalo de los planes de pensiones de Emilio Ybarra y otros consejeros, prometió que a partir de ahora el banco no sólo será respetuoso con la ley, sino que sólo hará lo "que además de estar permitido pueda publicarse en los medios de comunicación sin que ello sea un perjuicio para el banco".

Ciertamente, la regulación del impuesto admitiría mejoras. Sorprende, por ejemplo, la desproporción entre el mínimo general exento en Estados Unidos -que antes de las reformas de Bush ascendía ya a 675.000 dólares- y el vigente en España -que apenas llega a los 50.000 euros, en el caso más favorable-. La elevación de ese mínimo exento excluiría del impuesto a todos los patrimonios medios y bajos, pero permitiría seguir gravando a las grandes fortunas.

Pensar en la muerte nos incomoda ("No le tengo miedo a la muerte, pero no querría estar allí cuando ocurra", dice Woody Allen). Suprimir el "death tax" -como en Estados Unidos llaman al impuesto de sucesiones sus detractores- es una legítima pretensión de cualquier partido ultraconservador, como el republicano. Pero no de un partido serio, como el Partido Popular, que se proclama de "centro reformista".

Manuel Conthe es socio-director de Analistas Financieros Internacionales (AFI) y ex secretario de Estado de Economía.

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