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No en nuestro nombre

José María Ridao

La carta en apoyo de las intenciones belicistas de George Bush firmada por nueve dirigentes europeos ha tenido como efecto más inmediato el de poner en peligro las instituciones internacionales, empezando por las comunitarias y terminando por las de Naciones Unidas. Desde luego, se trata de una línea de crítica que no se debería abandonar mientras dure esta crisis, porque constituye uno de sus nervios esenciales. Así, conviene recordar a estos ardorosos adalides del bien que lo que se espera de ellos no es la catequesis de la ciudadanía a través de los periódicos, sino la defensa de sus posiciones en los foros para los que, justamente, la ciudadanía les ha concedido democráticamente su representación.

Es en ellos donde tendrían que haber defendido sus razones, no en las tribunas de opinión de los diarios. Si no lo han hecho y han preferido renunciar a la dignidad que debería entrañar el ejercicio de la responsabilidad que le hemos concedido los ciudadanos, disfrazando esta defección bajo el tono grandilocuente de un artículo periodístico mediocre, es por una razón que no podrán ocultarnos aunque lo pretendan: porque están en minoría, porque saben que, hoy por hoy, su posición de ir servilmente a la guerra no puede prosperar ni en el Consejo de Seguridad ni en los órganos de decisión europeos. Antes que reconocer este hecho han preferido comportarse como agitadores, y nos han abochornado convirtiendo la dignidad del poder, la dignidad que nosotros, los ciudadanos, les hemos concedido con nuestro voto, en simple ardid de propagandistas.

Y puesto que son ellos, esos nueve abajofirmantes, los que han escogido dirimir una cuestión tan grave como una guerra, no en el ámbito de las instituciones que nos comprometen a todos, sino en el de los periódicos, habrá que recordarles una verdad esencial en democracia: en el terreno de la opinión no representan a nadie, en el terreno de la opinión no son más que una voz entre otras voces y, por tanto, la afirmación de que se disponen a defender nuestros valores mediante la guerra no se distingue en nada de la amenaza de un matón porque, como éste, la fuerza de sus argumentos sólo deriva de que lo que dicen lo dicen respaldado por las armas. Y, si cabe, su catadura moral es todavía más dudosa, porque los matones dan por descontada la mezquindad de sus fines, mientras que estos nueve dirigentes europeos, estas nueve almas en pena escapadas de las instituciones y aterrizadas en las redacciones de los periódicos, no dudan en invocar nuestras mejores causas para, invocándolas, traicionarlas.

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¿Nuestras mejores causas? ¿Nuestros valores? Salvo la solidaridad con las víctimas del 11 de septiembre y la voluntad de terminar con el terrorismo, cada día que pasa somos más los ciudadanos que tenemos serias dificultades para reconocer cuáles son esas causas y esos valores que supuestamente compartimos con un ex gobernador de Tejas que firmó un centenar largo de condenas a muerte y aún se vanagloria de ello; que envía prisioneros a terceros países para que allí puedan ser legalmente torturados; que mantiene decenas de desaparecidos en los laberintos de un sistema judicial previamente pervertido; que ordena la inscripción en un registro policial de los norteamericanos de origen iraní y acto seguido los arresta; que alienta la elaboración de listas de intelectuales y académicos desafectos. Y todo ello por no hablar del olímpico desprecio que exhibe hacia la legalidad internacional, no sólo al aplicar un doble rasero para amigos y enemigos, sino también al justificar la eventualidad de un ataque contra Irak en el hecho de que su paciencia se esté agotando, o al afirmar que aceptaría una segunda resolución, previa a la guerra, con la condescendiente desgana con la que un adulto se aviene al capricho de un niño: si eso -ha declarado- sirve para que Sadam se desarme... Eso, por descontado, no es un detalle baladí; eso es la manera en la que Bush se refiere a la ley por la que deben regirse todas las naciones de la Tierra.

Otros europeos tendrán más o menos motivos, pero nosotros, como españoles, sentimos bochorno por partida doble: porque Aznar ha firmado ese texto como presidente nuestro y porque, además, ha sido su promotor. Los amigos de nuestro país, los amigos con los que compartimos una misma fe en Europa y sus instituciones, tienen que saber que, en esto, Aznar no nos representa; en esto, Aznar no ha hablado como nuestro presidente, aunque se haya presentado como tal. Hasta el momento de dar a la luz ese artículo mediocre, ni había comparecido ante nuestro Parlamento, ni había informado a nadie de sus intenciones, ni había siquiera guardado las formas de que su disciplinada mayoría de diputados, compuesta de dóciles autómatas sólo capaces de susurrar por lo bajo su discrepancia, le ofreciera respaldo. Si lo hubiera hecho, como demócratas, como ciudadanos leales a nuestras instituciones, nos habría colocado ante la difícil, desgarradora tesitura de tener que respetar una decisión de la que disentimos por completo. Pero así no, en los periódicos no. Así nos libera y nos permite expresar nuestra opinión con la misma legitimidad que él ha expresado la suya. La obcecada disposición de Aznar a mancharse las manos de sangre, a participar en la devastación de miles de hogares miserables y remotos sin que todavía se conozca esa causa moral indestructible que hace que hasta los más pacíficos tengan que aceptar la inevitabilidad de una guerra, debe ser colocada bajo su única y entera responsabilidad.

Una responsabilidad, por lo demás, de la que trata de zafarse mediante procedimientos arteros, propios de quien ha dado en todos estos años pruebas suficientes de que considera que hacer política es presentar sus mezquinos manejos como sabiduría y determinación. Aparentemente, el artículo lo han firmado nueve dirigentes europeos; en realidad, un dirigente europeo ha escondido su firma detrás de la de los ocho restantes. The Wall Street Journal había solicitado un artículo del presidente español y éste, hasta entonces mudo o, a lo sumo, esquivo, no tuvo el coraje de firmar en solitario las banalidades que salieron de su pluma. Necesitó parapetarse detrás de sus colegas para ganar ese espacio, frente a la oposición política, frente a sus propios compatriotas. Es la misma estrategia que está utilizando en el seno del Consejo de Seguridad, del que España forma parte desde el 1 de enero. Aznar pretende mantenerse agazapado hasta que la mayoría se decante y en ese momento, sólo en ese momento, salir a la luz como adalid y fiel cumplidor de lo que allí se ha decidido.

La importancia de lo que hoy se juega el mundo exige recordar que uno de los líderes políticos más belicosos del momento, José María Aznar, comenzó su carrera política con un acto de sumisión y pretende acabarla con otro. Para acceder a la presidencia del partido conservador español no tuvo reparos en firmar una carta de dimisión sin fecha dirigida al ex ministro de Franco que entonces estaba al frente. A la hora de abandonarla, tampoco ha tenido escrúpulos en colocar su rúbrica en otra igualmente extravagante y que, al parecer, ha creado escuela. Sólo que esta vez las cosas han ido demasiado lejos, esta vez habrá muerte y destrucción, esta vez habrá sangre inocente. Y si la decisión de verterla ya ha sido tomada, tendremos que repetir la frase que un grupo de israelíes puso en circulación hace unos meses, cuando su ejército bombardeaba poblaciones indefensas: no en nuestro nombre, no con nuestra seguridad como coartada.

Y contra esto no valdrá responder, como ha hecho la ministra Palacio intentando poner voz a las palabras que su jefe no se atrevió a firmar en solitario, que la historia juzgará lo acertado de su posición. El Gobierno del que ella forma parte no tiene credibilidad en este punto, porque lleva demasiado tiempo escogiendo el juez que más le conviene en cada circunstancia. Para quebrar las garantías jurídicas contenidas en el Código Penal, para propalar la villanía de que inmigración y delincuencia van unidas, para convertir en corrupto o inmoral o terrorista a todo aquel que se atreviera a disentir, apeló demasiadas veces a la opinión pública. Ahora que la opinión pública ha decidido no seguirle en esta nueva aventura, se remite a los azares del porvenir, cuando el silencio forzoso de las víctimas impida escuchar, no ya sus razones, que de nada servirán entonces, sino tan siquiera sus lamentos. Esos lamentos de los que, burlándose de las instituciones, quiere hacernos culpables a todos.

José María Ridao es diplomático.

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