Huellas dactilares
Ante el clima de inseguridad, Europa puede perder su alma, que situaba las libertades y la democracia en su centro. En el Viejo Continente estamos viviendo una preocupante deriva autoritaria, legitimada en parte desde EE UU y su doctrina de ataques preventivos y política carcelaria. El paso de algunos delitos a crímenes o el endurecimiento de algunas penas y la encarcelación de algunos problemas -la política penal frente a la social-, es un paso en esa dirección. De la lucha contra el terrorismo (aquí y allí) se da el salto a la delincuencia, y de ahí a la inmigración, en un discurso que toca la fibra de la actual inseguridad (ciudadana, identitaria o laboral) de las clases bajas y medias. Con el riesgo, que algunos apuntaban ya hace tiempo, de que, para mucha gente, "extranjero" acabe convirtiéndose en sinónimo de "peligroso". Y frente a este discurso no ha surgido otro realmente alternativo.
La democracia corre riesgos en un nuevo equilibrio entre libertad y seguridad
Una de las divisorias se ha cruzado con los demandantes de asilo. Acaba de estrenarse Eurodac, una base de datos en la UE para cruzar información y detectar cuándo una persona solicita asilo en diversos países a la vez. Es verdad que hay un importante porcentaje de las 400.000 solicitudes de asilo al año en la UE que poco tiene que ver con esta figura. Pero la mayor parte de los que buscan refugio vienen de las zonas más conflictivas del mundo.
Desde hace unos días, a los demandantes de asilo se les toma la huella dactilar y la fotografía, con las connotaciones que tal gesto tiene. Así, evitar abusos puede producir el efecto contrario, dando un tinte criminal a los demandantes de asilo, equiparados en este trato a los inmigrantes ilegales.
Casi a la vez, en aplicación de la legislación antiterrorista post 11-S, EE UU ha ampliado a ciudadanos saudíes y paquistaníes la obligación que tenían los extranjeros temporalmente en suelo estadounidense de otros 17 países con sociedades musulmanas de registrarse ante las Oficina de Inmigración y Naturalización, huellas dactilares incluidas.
En las pasadas semanas, centenares de iraníes fueron detenidos en California cuando se presentaron, algo no visto desde la Segunda Guerra Mundial y los campos de internamiento en Estados Unidos de originarios de Japón.
En Francia, la ley de seguridad interior que propone el ministro Zarkosky es sumamente dura. Pero la oposición no tiene una alternativa clara ante medidas que gozan de un amplio respaldo popular aunque no acaben siendo efectivas. Pasos similares se están dando en España. Puede resultar esclarecedor examinar el milagro de Giuliani en Nueva York, una ciudad que, en su centro, se ha vuelto mucho más segura, no fue sólo obra de la política de tolerancia cero, sino de los medios para aplicarla. Como explica en el periódico The New York Times Bob Herbert, el número de policías uniformados pasó en Nueva York de 26.000 en 1990 a 40.710 en 2001 -aumento por cierto financiado en un principio por una tasa especial, finalista introducida por el alcalde Dinkins antes de ser derrotado-, aunque ahora ha vuelto a bajar a 37.000.
En España el número de policías ha bajado, pero se ha recuperado la vieja idea decimonónica de que gobernar es esencialmente legislar. ¿Y los recursos?
La deriva autoritaria tiene su reflejo en los preocupantes resultados de una encuesta en 46 países del Foro Económico Mundial sobre el grado de confianza de los ciudadanos en sus instituciones. Las que más confianza recaban son (con la excepción, en razón de su experiencia, de América Latina y África) las fuerzas armadas. Seguidas de las ONG, el sistema educativo, las Naciones Unidas, las instituciones religiosas, la policía y otras antes que los Gobiernos.
En cuanto al sentimiento de que estamos gobernados por la voluntad popular, las respuestas positivas son sólo un 29%, y en la UE, un 33%.
Puede, como dice Anthony Giddens, que sea necesario un nuevo equilibrio entre libertades y seguridad. Pero la democracia corre riesgos en el ejercicio. Éstos son malos tiempos para las libertades.
Y para los extranjeros. Y todos acabamos siendo extranjeros en algún momento en algún lugar.
aortega@elpais.es
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