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Columna
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El canalla encanecido y el sosegado estúpido

En su Historia universal de la infamia, Borges presenta un catálogo escogido de malvados. Uno de ellos es un "atroz redentor" que se dedicaba a liberar esclavos negros a los que revendía hasta acabar cobrando la recompensa por capturarlos. Con el paso del tiempo adquirió "esa peculiar majestad que tienen los canallas encanecidos, los criminales venturosos e impunes"; acabó tan desastrosamente como le correspondía. Otro personaje borgiano es el "impostor inverosímil", un hombre caracterizado por su "sosegada estupidez" que "hubiera podido (y debido) morirse de hambre pero su confusa jovialidad, su permanente sonrisa y su mansedumbre infinita" le hacían caer bien. Llevado por las malas compañías, suplantó a un aristócrata. Luego se dedicó a explicar su caso y era tal su deseo de agradar que cambiaba su versión de acuerdo con los gustos del auditorio.

Estos dos caracteres apenas tuvieron fundamento en la realidad; son creaciones literarias, magnificadas por un torrente de ironía y una adjetivación prodigiosa. Pero son también tendencias de la naturaleza humana. Ahora que se abre una larga etapa electoral, ambos grandes partidos debieran evitar caer en ellas y ofrecer un escenario de competencia y de altura.

Si no encanecido, el PP parece encallecido en un talante repetido hasta la saciedad, profesional en el menos grato sentido del término y con un aroma inequívoco de derecha dura. Es habilidoso en los efectos y en la pirotecnia preelectoral y practica la más desenfadada carencia de escrúpulos a la hora de desatender lo que no le interesa. Se empeñó en pasar página en materia de catástrofes ecológicas y utilizó una tapadera tan evidente como fructífera. En materia de delincuencia y reinserción de terroristas se ha lanzado a un tobogán de protagonismo propio, olvido de cualquier matiz y utilización en su beneficio de hasta la última migaja de lo que debiera ser propósito común. Ha demostrado que en la descalificación del adversario se puede llegar hasta un grado que resulta contraproducente para quien la practica: la sola crucifixión de las supuestas "chiquilladas" antiyanquis las crea o las alimenta. Sus olvidos -la vivienda- son simplemente majestuosos. Por el camino que vamos, su campaña puede recordar la de la patronal en 1982, que, a base de presentar al centro como una manzana corroída por un gusano con la hoz y el martillo, cosechó una espléndida derrota. Toda la apariencia de seguridad del PP en campaña padece de inautenticidad, exceso de profesionalismo y recuelo de España tradicional.

La oposición ha de exigirse mucho más. Una cosa es aspirar a recuperar la frescura de lo nuevo, la cercanía al lector y la modestia, y otra el desdibujamiento repetido de los perfiles propios hasta hacerlos inencontrables. Sólo un talante de centro izquierda como el de Zapatero proporcionará al PSOE un triunfo, pero no se puede esperar la victoria propia de tan sólo el deterioro ajeno, por más que las elecciones suelan perderse en vez de ganarse. Se equivoca Zapatero -y en eso acierta Aznar- si piensa que el Gobierno ha pasado de tocar el cielo a descender al infierno: nunca estuvo en el primero y ahora dista aún del segundo. El ejercicio profesional de la oposición no consiste en omitir una parte de la verdad al atacar al Gobierno o en atribuir al déficit cero los accidentes de ferrocarril; se basa en proponer algo más que pactos. Al PP, dominado por el férreo talante de quien lo preside, le está vedada la imaginación en sus propuestas por lo menos hasta la transfiguración del sucesor. Para el PSOE resulta exigible y obligada; debe practicarla con tenacidad como, por otro lado, ya ha hecho en alguna ocasión.

Como fantasmas amenazadores y como contramodelos, aquel "atroz redentor" y ese "impostor inverosímil" borgianos aparecen en el horizonte posible. El escritor argentino no propuso fabulosos héroes del Bien; ni siquiera son deseables en política. Pero gustaría ver un cierto control de calidad de cara a la próxima campaña electoral.

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