Reivindicación del Tribunal Penal Internacional
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Las conquistas logradas por el racionalismo democrático en materia de derechos humanos, a lo largo de los últimos siglos, peligran ante la vigencia de una globalización exclusivamente económica, desgobernada por intereses financieros y mercantiles, que al resultar ajenos y aun contrarios a esos derechos provocan una inevitable pérdida de orientación en las personas.
Está demostrado, con ejemplos actuales, el enorme peligro para la convivencia derivado del fundamentalismo que aprovecha la pérdida de sentido, y lo recompone mediante construcciones ideológicas y políticas premodernas, basadas sólo en creencias religiosas o nacionales. Frente a ello, podemos tratar de mantener y mejorar una percepción del mundo democrática y universal, traducida en la vigencia de los derechos humanos, que contribuya a evitar que la creciente segmentación -también cuando se trata del disfrute de esos derechos- de las sociedades, a nivel mundial, sea irreversible. Ésta es la razón de ser del Tribunal Penal Internacional. Una construcción orgánica de ese alcance, destinada a perseguir a los culpables de crímenes contra la humanidad, delitos de genocidio y/o crímenes de guerra, es importante porque nos dice que es posible disciplinar el proceso globalizador mediante su vinculación con un fondo incuestionable y universal de derechos. Al margen del fundamentalismo. Claro está, a condición de que el Tribunal adquiera existencia... real. Algo extremadamente dependiente de Estados Unidos.
Las amenazas de EE UU causaron el desacuerdo entre los países europeos sobre el TPI
Al comienzo de su mandato, el presidente Bush decidió revocar el proceso de adhesión al mismo que había iniciado -por los motivos que fuere- su predecesor, W. Clinton. La Administración de Bush se negó y se niega totalmente a que su personal en misiones exteriores pueda ser encausado por este tribunal, en cualquier circunstancia. Se trata de una postura que mezcla argumentos atendibles, como el hecho incuestionable de que EE UU es el país que más arriesga y más gasta en operaciones internacionales, sin recibir a cambio reconocimientos, ni garantías contra eventuales vendettas, con otros francamente deleznables, situados en una órbita etnocéntrica, en la que los sectores más duros e influyentes de la derecha norteamericana trabajan la mística de la predestinación al liderazgo mundial exclusivo.
No hay duda de que el Estatuto de Roma, que crea el TPI, ofrece garantías suficientes frente a venganzas ilegítimas contra tropas o personal en misiones de paz en el exterior. El carácter complementario y subsidiario del TPI, que sólo enjuiciará si los tribunales nacionales no quieren o no pueden hacerlo, la irretroactividad de su actuación y la importante función que el Estatuto asigna al Consejo de Seguridad de la ONU son garantías estructurales, que se suman a un apreciable cambio de tendencia en favor del reconocimiento por parte de la comunidad internacional del importante papel de los peacekeepers estadounidenses. Ni ello, ni las presiones de gran parte de la prensa y de muchos políticos del mundo liberal anglosajón, temerosos de una imagen de EE UU por encima y al margen de la ley internacional, parecen haber conmovido a la Administración de Bush.
¿Cuánto vale Europa en ese orden de cosas? Los países de la Unión Europea se han adherido al TPI, pero sus actitudes mayoritarias han sido tan vicarias del discurso norteamericano que es obligado a dudar de la solidez de sus convicciones. Bastó una postura política firme por parte de EE UU, articulada mediante la amenaza de retirar efectivos y dinero de las misiones internacionales y poner a funcionar una agresiva ley para la defensa de su personal en esas misiones, para introducir desacuerdos en los socios europeos, lo que dejó claro el gran camino que Europa tiene que recorrer aún para ser percibida y respetada como realidad política. Me temo que la UE no tendrá el tipo de legitimidad que se requiere para jugar con fortaleza en el mundo, mientras no desarrolle una Constitución que contenga el estatuto de derechos y libertades fundamentales que las entidades maduras hacen valer, como patrimonio normativo y político, en la escena internacional y una habilitación para la política exterior propia, y en tal medida independiente de terceros. A falta de un esquema de derechos y sin esa dimensión exterior consolidada, ¿en qué condiciones y sobre qué contenidos puede negociar Europa con EE UU?
No es difícil calibrar la calidad del interés de España por el desarrollo real del TPI. Una atenta escucha de lo ocurrido en los últimos tiempos indica que España ha apoyado formalmente al TPI, pero al carro de la subordinada posición europea.
Un papel de segundones dentro del grupo de secundarios, a pesar de nuestra reciente presidencia comunitaria y de nuestro papel natural de puente con los países del centro y del sur de América, donde están buena parte de las realidades que más han sufrido los crímenes que el TPI perseguiría en el futuro. Ahora estamos pendientes de la reforma de nuestro Código Penal, para adaptarlo a las exigencias del Estatuto de Roma, y de un anteproyecto de Ley de Coperación con el TPI, cuya lectura proyecta un inquietante significado: se supone que cuando se cometan crímenes que son competencia del tribunal, éste tiene que actuar al margen de conveniencias estratégicas, tan relevantes, por ejemplo, en el pasado asunto Pinochet. Pues bien, en el preámbulo del citado anteproyecto se dice que el Gobierno español denunciará asuntos como el citado ante el TPI, teniendo en cuenta las diversas variables de política exterior. Una reserva que suena, de nuevo, a resignación ante la realpolitik que marcan los demás.
José Antonio Alonso es magistrado, vocal del CGPJ.
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