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Tribuna
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La indignación moral

Se ha escrito tanto ya sobre el triste espectáculo de los gobiernos español y gallego con motivo del Prestige y sus tremendas secuelas que casi me avergüenzo de insistir en el asunto, pero mayor vergüenza sería para mí mantenerme en silencio y no comunicar a mis lectores, si es que los tengo, parte de esa indignación moral que me subleva. Porque de moralidad se trata, amén de la política. No es tan sólo la idoneidad de unos gobernantes lo que se ha puesto en tela de juicio. Si sólo fuera eso tendrían razón los que adujeran que en todas partes cuecen habas y que de humanos es errar. La democracia tendría, venturosamente, instrumentos para castigar a los responsables del servicio público incumplido o mal cumplido mediante mociones de censura parlamentaria o elecciones anticipadas o por venir. Pero no, no estamos ante un caso corriente propio de un régimen democrático maduro y consolidado.

Por lo que tengo leído o escuchado (nótese mi instintivo tengo, homenaje lingüístico al gallego) parece que el mayor efecto sufrido por los ciudadanos no ha sido, con ser muy grande, la catástrofe marina o el heroico bregar de pescadores y voluntarios, sino la actitud poco humana y moral de los mandamases encargados por voto y por ley de impedir y remediar unos males que la previsión, la atención y el esfuerzo hubieran reducido a los límites impuestos por los bandazos de la naturaleza. Dicha actitud se cifra principalmente en estos rasgos negativos: imprevisión, desatención y apatía respecto a la tragedia pública; mendacidad, opacidad y contradicción frente al conocimiento ciudadano, y contra la leal oposición democrática, irresponsabilidad política por hechos u omisiones e insultos calumniosos y pueriles.

¿Cómo explicar tan escandalosa aunque no insólita acumulación de fallos morales que hunden hasta el fondo no ya el muy escaso prestigio de unos políticos, sino el de la propia gobernación y el del Estado? Su origen es vario, mas al coincidir en la actitud y en la conducta de unos personajes, la estirpe de éstos se une a una mentalidad y a una ideología cuya moralidad es interpelada, día tras otro, por los fieros males que globalmente asaltan al mundo. "Prevenir es gobernar, lo decía Cicerón" se cantaba en una vieja y castiza zarzuela. La imprevisión se llama hoy neoliberalismo, dejación de los servicios públicos (¡que se sirvan ellos, las víctimas, los voluntarios, la "sociedad civil"!), déficit cero (en moral también). En lo que atañe a Aznar López, siempre pareció un eficaz robot al que desconcierta y colapsa lo imprevisto... por él. Con todo, lo que más le duele a la minima moralia es la actitud desatenta a la tragedia humana. No es maldad. Es cobardía vanidosa del que no quiere asumir responsabilidad alguna como no sea ante Dios y ante la historia. ¿Acaso soy yo responsable de mi hermano?, increpó Caín a Yahvé tras el fratricidio. ¿Acaso tengo yo la culpa del hundimiento del Prestige? ¿Acaso no descansó Dios el séptimo día ni se hizo el sábado para el hombre, ese hombre depredador que caza? Asimismo, la lentitud apática en el remedio por parte de ministros y conselleiros no es simple ineptitud y carencia de reflejos políticos, sino esa misma cobardía liberal, esa no intervención del que teme dejar en mal lugar al robot cesáreo colapsado en la suya, al cazador furtivo que tal vez añora fusilamientos. Se comprende, por tanto, la mendacidad. Ya en la huelga general promovida contra el decretazo se comprobó la implícita opinión que el Gobierno tenía de los ciudadanos como tontos de capirote. Ahora lo son de chapapote. El control de los medios de comunicación permite mentir con eficacia. "No viaje tanto y lea los periódicos", se decía en un conocido chiste del franquismo. Las oscuridades y contradicciones informativas, los reconocimientos de culpa tardíos y las excusas postreras con la boca pequeña forman parte también de la mentirosa imagen que se quiere dar de humildad con la vista puesta en el rescate al menos de algún voto ingenuo.

La carencia de mentalidad democrática (herencia preciosa de una estirpe añeja de nuestra derecha prefranquista, franquista y posfranquista) brilla por sí sola en el desprecio por el papel vigilante y consejero de la oposición, a la que se tilda de carroñera y desleal y de haber creado esos GAL que Fraga exigía al Gobierno socialista desde su escaño de opositor. Imputación tan pueril como frecuente, que recuerda el tonto tú escolar, para justificar los propios errores resulta un bumerán para la tontería infantiloide de unos que se creen irresponsables y perfectos y cuyo logotipo presuntuoso expresa bien su inconsciente. ¿Hay algo más carroñero, disfrazado de elevado vuelo, que las gaviotas peperas? ¿No hay que tener la boca muy negra para salir a las arenas del debate acusando a la oposición democrática de lo mismo que los desgobernantes hacen con el terrorismo: buscar el voto a costa del sufrimiento humano?

Es cierto que una democracia madura y asentada cuenta con el castigo electoral como arma defensiva que revoca el mandato de gobierno a quien desgobierna, miente y desprecia. Pero las mayorías absolutas como las nuestras, libres de censura parlamentaria eficaz, obligan a esperar la convocatoria legal de elecciones. La red caciquil gallega y la memoria olvidadiza de unos españoles anestesiados por el sectarismo mediático pueden borrar el recuerdo indignado de la huelga general y de la catástrofe ecológica, laboral, humana y moral de estos días. ¿Habrá que esperar nuevas demostraciones de indignidad para que la indignación llegue a las urnas?

Me temo que nuestra democracia no estará madura mientras nuestro pueblo no sepa distinguir, moral y políticamente, entre una derecha y una izquierda que, si bien las circunstancias del mundo aproximan aparentemente a la hora de contrastar ideologías, son en el caso de España radicalmente distintas. Todavía no tenemos otra derecha civilizada que la oposición democrática. A su derecha no hay más que ese neofranquismo antidemocrático que se llena la boca negra de cantos al Estado de derecho, pero que no cree en el Estado como servicio público y confunde sus intereses con el patriotismo y la bandera de todos. Un futuro acto de indignación electoral no será simplemente un voto alternativo al que se dio por ignorancia en el pasado. Será algo mucho más importante. Será un combate pacífico y responsable contra los restos de un naufragio histórico que levantaron cabeza altiva por la irresponsabilidad de algunos demócratas en su día, pero que o aprenden a comportarse como verdaderos demócratas o han de aceptar que están muy cercanos a los supuestos de inconstitucionalidad que ellos inventaron para ilegalizar partidos.

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J. A. González Casanova es constitucionalista.

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