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Reportaje:La movilización social | CATÁSTROFE ECOLÓGICA EN GALICIA

Los voluntarios se vuelcan con Galicia

10.000 jóvenes llegados de toda España arrancan con sus manos el fuel de la costa

La escena se repite constantemente. Un joven aparece solo en las oficinas del Centro de Protección Civil de Muxía (A Coruña). "¿Qué quieres?", pregunta la persona encargada del centro. El chico se sorprende y responde: "¡Pues qué voy a querer, trabajar para ayudarles!". "No puedes", le frena en seco el encargado, "estamos completos hasta la semana que viene".

El joven no da crédito a lo que está escuchando: "He hecho más de 600 kilómetros desde Madrid sólo para echarles una mano. Si se trata de un problema de alojamiento, no se preocupen", prosigue, "yo me voy a una pensión". "El problema no es el techo ni la comida, sino el seguro", contesta de nuevo el responsable. Todo voluntario reclutado por Protección Civil debe tener uno. "Necesitamos cubrirnos las espaldas", se justifica el encargado. "Si mañana te vas a la playa y te pasa algo, podrías llevarnos a juicio".

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Entre sorprendido e indignado, el frustrado voluntario va en busca de comprensión y comenta a varias personas lo sucedido. "Bah, no te preocupes", le dice uno de los vecinos del pueblo que trabaja en el comedor público improvisado en la lonja de pescado. "Aquí lo que se necesitan son manos. Mañana tendrás tu equipo e irás con los demás, seguro", afirma en un tono reconfortante. "Ven, siéntate", continúa, "¿has cenado?", le pregunta.

De los 10.000 voluntarios que han venido desde todos los rincones de España a trabajar a las costas gallegas aprovechando el puente de la Constitución, 708 tienen su base de operaciones en Muxía. Gran parte de los vecinos del pueblo se ha volcado con los recién llegados.

La mayoría son estudiantes. Tres universidades de Madrid, la de Castellón, la de Córdoba y la de León han mandado expediciones de ayuda. Desde Zaragoza vienen 20 voluntarios con sus bártulos atados al cuello. Según su coordinador, Luis Badenas, así quieren demostrar que Aragón es solidario con los demás, "a pesar de estar en contra del Plan Hidrológico Nacional". Lo demuestra el hecho de que en Zaragoza se han tenido que quedar tres autobuses cargados. El resto de los voluntarios -algo más de 100- vienen por libre.

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Éstos son los datos oficiales proporcionados por Protección Civil, que no cuenta a todos los que han llegado sin cita previa ni seguro.

"Yo creo que han venido muchos más", asegura Rubén López, quien normalmente trabaja para esa misma institución en Getafe (Madrid) y que, junto con miembros de la agrupación de Pinto, la de Villalba y la de San Adrià de Bessòs (Barcelona) ha acudido a Muxía en solidaridad con sus colegas gallegos. El voluntario asegura que la falta de previsión ha obligado a traer nuevos equipos. "Los acabamos de descargar de un camión del Ejército".

Desde que llegaron las primeras manchas a Muxía, y con ellas los primeros voluntarios, muchos vecinos no han hecho otra cosa que preparar bocadillos, cocinas y ayudar en todo lo que pueden con la intendencia del dispositivo improvisado por ellos, sin apenas ayuda de la Administración.

Entre ellos está Ángel Castro, marinero de toda la vida, que perdió su trabajo hace tiempo y que hasta la tragedia sobrevivía vendiendo cupones de la ONCE, actividad que ha dejado de lado para ayudar a los voluntarios.

"La gente no hace otra cosa que decir que la culpa fue de tal o tal otro, cuando lo que hay que hacer es ayudar y callar", afirma, mezclando el gallego y el castellano. "Pongámonos todos a trabajar de una vez. Ya habrá tiempo después para ver quién es el responsable de todo esto".

En la lonja de pescado, un edificio siempre crucial para este pueblo pesquero y que ahora funciona como comedor de voluntarios, Castro habla maravillas de la treintena de soldados enviados por la Brigada Ligera Aerotransportada (con sede en Figueiredo, Pontevedra) que llegaron el miércoles pasado: "Se han puesto a las órdenes de Protección Civil, han traído colchones para todos y nos ayudan a hacer la comida y a repartirla entre los que han venido". "Y lo mejor es que se han integrado perfectamente con la gente del pueblo y con los voluntarios", añade, mientras observa a dos soldados que limpian las enormes cacerolas en las que se guisó la cena del día anterior.

A las nueve de la mañana los voluntarios comienzan a llegar a la sede de Protección Civil. Tras comprobar que son regulares (asegurados), el personal les proporciona un mono blanco, unas botas de agua, unos guantes de plástico, una mascarilla para aguantar los efluvios del fuel y unas gafas protectoras. Para acelerar la operación, todo el material se saca a la calle. Los que no figuran en las listas pueden por fin acceder libremente a su equipo para después unirse a los demás.

Una vez disfrazados, los que van a las zonas más cercanas lo hacen a pie y pertrechados de palas, rastrillos y cubos para depositar el engrudo, que se ha engastado en las rocas de tal forma que parece imposible de arrancar. Los demás son conducidos a sus lugares de trabajo en camiones militares. Como capataz, en cada grupo va un miembro de Protección Civil.

A las 10.30 las cuadrillas ya trabajan en las playas. Sus miembros, en su mayoría estudiantes, han pasado del bullicio festivo reinante en el reparto de material al silencio más absoluto en cuanto han visto la magnitud del desastre. El fuel del Prestige, que desprende un fuerte olor, no sale de las rocas impregnadas, y las palas y los rastrillos no son los mejores instrumentos para luchar contra él. Aun así, todos se entregan al trabajo con ganas. La marea no perdona y la pleamar llegará a las 16.30 para untar de nuevo lo recién limpiado. Ésta es una tarea descorazonadora.

Pero no hay que desesperar. Al menos así lo piensa Mercedes Gallardo, que junto con su marido, Francisco Guerra, y sus dos hijas, de 12 y 20 años, se vino a Muxía el pasado martes desde Alcalá de Guadaira (Sevilla), alarmada por las imágenes de la televisión.

"Todo lo que saques del mar ya está fuera", dice Mercedes para relativizar el efecto de las mareas. "En realidad, es un trabajo acumulativo".

Mercedes, Francisco y las niñas son ya una institución en el pueblo. La pareja y su hija mayor (Davinia) levantan el fuel con sus propias manos, y Andrea, la pequeña, reparte los equipos entre los voluntarios y les ayuda a vestirse. Los del pueblo, agradecidos, les han prestado una casa y les invitan en los bares.

Francisco hace dos meses que está en el paro y algunos lo saben. "Vamos a encontrarte un trabajo aquí para que te quedes", le dijo el jueves uno de los vecinos en uno de esos gestos que se prodigan en los últimos días y que, según afirma Francisco, le provocan una gran emoción.

En el bar que regenta Suso, en pleno centro del pueblo, los clientes, que no están acostumbrados a vivir en el centro del mundo sino más bien en el fin de la tierra, entre gintonic y gintonic, no pueden hablar de otra cosa: "Petroleros", "chapapote", "Aznar no se atreve a venir", "¿se hizo bien al alejar el barco de la costa?...". Vueltas y más vueltas a una tragedia que parece inacabable.

En cuanto a la labor de los voluntarios, todos parecen tenerlo claro: "La gente va por delante de la Administración".

La escena se repite constantemente. Un joven aparece solo en las oficinas del Centro de Protección Civil de Muxía (A Coruña). "¿Qué quieres?", pregunta la persona encargada del centro. El chico se sorprende y responde: "¡Pues qué voy a querer, trabajar para ayudarles!". "No puedes", le frena en seco el encargado, "estamos completos hasta la semana que viene".

El joven no da crédito a lo que está escuchando: "He hecho más de 600 kilómetros desde Madrid sólo para echarles una mano. Si se trata de un problema de alojamiento, no se preocupen", prosigue, "yo me voy a una pensión". "El problema no es el techo ni la comida, sino el seguro", contesta de nuevo el responsable. Todo voluntario reclutado por Protección Civil debe tener uno. "Necesitamos cubrirnos las espaldas", se justifica el encargado. "Si mañana te vas a la playa y te pasa algo, podrías llevarnos a juicio".

Entre sorprendido e indignado, el frustrado voluntario va en busca de comprensión y comenta a varias personas lo sucedido. "Bah, no te preocupes", le dice uno de los vecinos del pueblo que trabaja en el comedor público improvisado en la lonja de pescado. "Aquí lo que se necesitan son manos. Mañana tendrás tu equipo e irás con los demás, seguro", afirma en un tono reconfortante. "Ven, siéntate", continúa, "¿has cenado?", le pregunta.

De los 10.000 voluntarios que han venido desde todos los rincones de España a trabajar a las costas gallegas aprovechando el puente de la Constitución, 708 tienen su base de operaciones en Muxía. Gran parte de los vecinos del pueblo se ha volcado con los recién llegados.

La mayoría son estudiantes. Tres universidades de Madrid, la de Castellón, la de Córdoba y la de León han mandado expediciones de ayuda. Desde Zaragoza vienen 20 voluntarios con sus bártulos atados al cuello. Según su coordinador, Luis Badenas, así quieren demostrar que Aragón es solidario con los demás, "a pesar de estar en contra del Plan Hidrológico Nacional". Lo demuestra el hecho de que en Zaragoza se han tenido que quedar tres autobuses cargados. El resto de los voluntarios -algo más de 100- vienen por libre.

Éstos son los datos oficiales proporcionados por Protección Civil, que no cuenta a todos los que han llegado sin cita previa ni seguro.

"Yo creo que han venido muchos más", asegura Rubén López, quien normalmente trabaja para esa misma institución en Getafe (Madrid) y que, junto con miembros de la agrupación de Pinto, la de Villalba y la de San Adrià de Bessòs (Barcelona) ha acudido a Muxía en solidaridad con sus colegas gallegos. El voluntario asegura que la falta de previsión ha obligado a traer nuevos equipos. "Los acabamos de descargar de un camión del Ejército".

Desde que llegaron las primeras manchas a Muxía, y con ellas los primeros voluntarios, muchos vecinos no han hecho otra cosa que preparar bocadillos, cocinas y ayudar en todo lo que pueden con la intendencia del dispositivo improvisado por ellos, sin apenas ayuda de la Administración.

Entre ellos está Ángel Castro, marinero de toda la vida, que perdió su trabajo hace tiempo y que hasta la tragedia sobrevivía vendiendo cupones de la ONCE, actividad que ha dejado de lado para ayudar a los voluntarios.

"La gente no hace otra cosa que decir que la culpa fue de tal o tal otro, cuando lo que hay que hacer es ayudar y callar", afirma, mezclando el gallego y el castellano. "Pongámonos todos a trabajar de una vez. Ya habrá tiempo después para ver quién es el responsable de todo esto".

En la lonja de pescado, un edificio siempre crucial para este pueblo pesquero y que ahora funciona como comedor de voluntarios, Castro habla maravillas de la treintena de soldados enviados por la Brigada Ligera Aerotransportada (con sede en Figueiredo, Pontevedra) que llegaron el miércoles pasado: "Se han puesto a las órdenes de Protección Civil, han traído colchones para todos y nos ayudan a hacer la comida y a repartirla entre los que han venido". "Y lo mejor es que se han integrado perfectamente con la gente del pueblo y con los voluntarios", añade, mientras observa a dos soldados que limpian las enormes cacerolas en las que se guisó la cena del día anterior.

A las nueve de la mañana los voluntarios comienzan a llegar a la sede de Protección Civil. Tras comprobar que son regulares (asegurados), el personal les proporciona un mono blanco, unas botas de agua, unos guantes de plástico, una mascarilla para aguantar los efluvios del fuel y unas gafas protectoras. Para acelerar la operación, todo el material se saca a la calle. Los que no figuran en las listas pueden por fin acceder libremente a su equipo para después unirse a los demás.

Una vez disfrazados, los que van a las zonas más cercanas lo hacen a pie y pertrechados de palas, rastrillos y cubos para depositar el engrudo, que se ha engastado en las rocas de tal forma que parece imposible de arrancar. Los demás son conducidos a sus lugares de trabajo en camiones militares. Como capataz, en cada grupo va un miembro de Protección Civil.

A las 10.30 las cuadrillas ya trabajan en las playas. Sus miembros, en su mayoría estudiantes, han pasado del bullicio festivo reinante en el reparto de material al silencio más absoluto en cuanto han visto la magnitud del desastre. El fuel del Prestige, que desprende un fuerte olor, no sale de las rocas impregnadas, y las palas y los rastrillos no son los mejores instrumentos para luchar contra él. Aun así, todos se entregan al trabajo con ganas. La marea no perdona y la pleamar llegará a las 16.30 para untar de nuevo lo recién limpiado. Ésta es una tarea descorazonadora.

Pero no hay que desesperar. Al menos así lo piensa Mercedes Gallardo, que junto con su marido, Francisco Guerra, y sus dos hijas, de 12 y 20 años, se vino a Muxía el pasado martes desde Alcalá de Guadaira (Sevilla), alarmada por las imágenes de la televisión.

"Todo lo que saques del mar ya está fuera", dice Mercedes para relativizar el efecto de las mareas. "En realidad, es un trabajo acumulativo".

Mercedes, Francisco y las niñas son ya una institución en el pueblo. La pareja y su hija mayor (Davinia) levantan el fuel con sus propias manos, y Andrea, la pequeña, reparte los equipos entre los voluntarios y les ayuda a vestirse. Los del pueblo, agradecidos, les han prestado una casa y les invitan en los bares.

Francisco hace dos meses que está en el paro y algunos lo saben. "Vamos a encontrarte un trabajo aquí para que te quedes", le dijo el jueves uno de los vecinos en uno de esos gestos que se prodigan en los últimos días y que, según afirma Francisco, le provocan una gran emoción.

En el bar que regenta Suso, en pleno centro del pueblo, los clientes, que no están acostumbrados a vivir en el centro del mundo sino más bien en el fin de la tierra, entre gintonic y gintonic, no pueden hablar de otra cosa: "Petroleros", "chapapote", "Aznar no se atreve a venir", "¿se hizo bien al alejar el barco de la costa?...". Vueltas y más vueltas a una tragedia que parece inacabable.

En cuanto a la labor de los voluntarios, todos parecen tenerlo claro: "La gente va por delante de la Administración".

La escena se repite constantemente. Un joven aparece solo en las oficinas del Centro de Protección Civil de Muxía (A Coruña). "¿Qué quieres?", pregunta la persona encargada del centro. El chico se sorprende y responde: "¡Pues qué voy a querer, trabajar para ayudarles!". "No puedes", le frena en seco el encargado, "estamos completos hasta la semana que viene".

El joven no da crédito a lo que está escuchando: "He hecho más de 600 kilómetros desde Madrid sólo para echarles una mano. Si se trata de un problema de alojamiento, no se preocupen", prosigue, "yo me voy a una pensión". "El problema no es el techo ni la comida, sino el seguro", contesta de nuevo el responsable. Todo voluntario reclutado por Protección Civil debe tener uno. "Necesitamos cubrirnos las espaldas", se justifica el encargado. "Si mañana te vas a la playa y te pasa algo, podrías llevarnos a juicio".

Entre sorprendido e indignado, el frustrado voluntario va en busca de comprensión y comenta a varias personas lo sucedido. "Bah, no te preocupes", le dice uno de los vecinos del pueblo que trabaja en el comedor público improvisado en la lonja de pescado. "Aquí lo que se necesitan son manos. Mañana tendrás tu equipo e irás con los demás, seguro", afirma en un tono reconfortante. "Ven, siéntate", continúa, "¿has cenado?", le pregunta.

De los 10.000 voluntarios que han venido desde todos los rincones de España a trabajar a las costas gallegas aprovechando el puente de la Constitución, 708 tienen su base de operaciones en Muxía. Gran parte de los vecinos del pueblo se ha volcado con los recién llegados.

La mayoría son estudiantes. Tres universidades de Madrid, la de Castellón, la de Córdoba y la de León han mandado expediciones de ayuda. Desde Zaragoza vienen 20 voluntarios con sus bártulos atados al cuello. Según su coordinador, Luis Badenas, así quieren demostrar que Aragón es solidario con los demás, "a pesar de estar en contra del Plan Hidrológico Nacional". Lo demuestra el hecho de que en Zaragoza se han tenido que quedar tres autobuses cargados. El resto de los voluntarios -algo más de 100- vienen por libre.

Éstos son los datos oficiales proporcionados por Protección Civil, que no cuenta a todos los que han llegado sin cita previa ni seguro.

"Yo creo que han venido muchos más", asegura Rubén López, quien normalmente trabaja para esa misma institución en Getafe (Madrid) y que, junto con miembros de la agrupación de Pinto, la de Villalba y la de San Adrià de Bessòs (Barcelona) ha acudido a Muxía en solidaridad con sus colegas gallegos. El voluntario asegura que la falta de previsión ha obligado a traer nuevos equipos. "Los acabamos de descargar de un camión del Ejército".

Desde que llegaron las primeras manchas a Muxía, y con ellas los primeros voluntarios, muchos vecinos no han hecho otra cosa que preparar bocadillos, cocinas y ayudar en todo lo que pueden con la intendencia del dispositivo improvisado por ellos, sin apenas ayuda de la Administración.

Entre ellos está Ángel Castro, marinero de toda la vida, que perdió su trabajo hace tiempo y que hasta la tragedia sobrevivía vendiendo cupones de la ONCE, actividad que ha dejado de lado para ayudar a los voluntarios.

"La gente no hace otra cosa que decir que la culpa fue de tal o tal otro, cuando lo que hay que hacer es ayudar y callar", afirma, mezclando el gallego y el castellano. "Pongámonos todos a trabajar de una vez. Ya habrá tiempo después para ver quién es el responsable de todo esto".

En la lonja de pescado, un edificio siempre crucial para este pueblo pesquero y que ahora funciona como comedor de voluntarios, Castro habla maravillas de la treintena de soldados enviados por la Brigada Ligera Aerotransportada (con sede en Figueiredo, Pontevedra) que llegaron el miércoles pasado: "Se han puesto a las órdenes de Protección Civil, han traído colchones para todos y nos ayudan a hacer la comida y a repartirla entre los que han venido". "Y lo mejor es que se han integrado perfectamente con la gente del pueblo y con los voluntarios", añade, mientras observa a dos soldados que limpian las enormes cacerolas en las que se guisó la cena del día anterior.

A las nueve de la mañana los voluntarios comienzan a llegar a la sede de Protección Civil. Tras comprobar que son regulares (asegurados), el personal les proporciona un mono blanco, unas botas de agua, unos guantes de plástico, una mascarilla para aguantar los efluvios del fuel y unas gafas protectoras. Para acelerar la operación, todo el material se saca a la calle. Los que no figuran en las listas pueden por fin acceder libremente a su equipo para después unirse a los demás.

Una vez disfrazados, los que van a las zonas más cercanas lo hacen a pie y pertrechados de palas, rastrillos y cubos para depositar el engrudo, que se ha engastado en las rocas de tal forma que parece imposible de arrancar. Los demás son conducidos a sus lugares de trabajo en camiones militares. Como capataz, en cada grupo va un miembro de Protección Civil.

A las 10.30 las cuadrillas ya trabajan en las playas. Sus miembros, en su mayoría estudiantes, han pasado del bullicio festivo reinante en el reparto de material al silencio más absoluto en cuanto han visto la magnitud del desastre. El fuel del Prestige, que desprende un fuerte olor, no sale de las rocas impregnadas, y las palas y los rastrillos no son los mejores instrumentos para luchar contra él. Aun así, todos se entregan al trabajo con ganas. La marea no perdona y la pleamar llegará a las 16.30 para untar de nuevo lo recién limpiado. Ésta es una tarea descorazonadora.

Pero no hay que desesperar. Al menos así lo piensa Mercedes Gallardo, que junto con su marido, Francisco Guerra, y sus dos hijas, de 12 y 20 años, se vino a Muxía el pasado martes desde Alcalá de Guadaira (Sevilla), alarmada por las imágenes de la televisión.

"Todo lo que saques del mar ya está fuera", dice Mercedes para relativizar el efecto de las mareas. "En realidad, es un trabajo acumulativo".

Mercedes, Francisco y las niñas son ya una institución en el pueblo. La pareja y su hija mayor (Davinia) levantan el fuel con sus propias manos, y Andrea, la pequeña, reparte los equipos entre los voluntarios y les ayuda a vestirse. Los del pueblo, agradecidos, les han prestado una casa y les invitan en los bares.

Francisco hace dos meses que está en el paro y algunos lo saben. "Vamos a encontrarte un trabajo aquí para que te quedes", le dijo el jueves uno de los vecinos en uno de esos gestos que se prodigan en los últimos días y que, según afirma Francisco, le provocan una gran emoción.

En el bar que regenta Suso, en pleno centro del pueblo, los clientes, que no están acostumbrados a vivir en el centro del mundo sino más bien en el fin de la tierra, entre gintonic y gintonic, no pueden hablar de otra cosa: "Petroleros", "chapapote", "Aznar no se atreve a venir", "¿se hizo bien al alejar el barco de la costa?...". Vueltas y más vueltas a una tragedia que parece inacabable.

En cuanto a la labor de los voluntarios, todos parecen tenerlo claro: "La gente va por delante de la Administración".

La escena se repite constantemente. Un joven aparece solo en las oficinas del Centro de Protección Civil de Muxía (A Coruña). "¿Qué quieres?", pregunta la persona encargada del centro. El chico se sorprende y responde: "¡Pues qué voy a querer, trabajar para ayudarles!". "No puedes", le frena en seco el encargado, "estamos completos hasta la semana que viene".

El joven no da crédito a lo que está escuchando: "He hecho más de 600 kilómetros desde Madrid sólo para echarles una mano. Si se trata de un problema de alojamiento, no se preocupen", prosigue, "yo me voy a una pensión". "El problema no es el techo ni la comida, sino el seguro", contesta de nuevo el responsable. Todo voluntario reclutado por Protección Civil debe tener uno. "Necesitamos cubrirnos las espaldas", se justifica el encargado. "Si mañana te vas a la playa y te pasa algo, podrías llevarnos a juicio".

Entre sorprendido e indignado, el frustrado voluntario va en busca de comprensión y comenta a varias personas lo sucedido. "Bah, no te preocupes", le dice uno de los vecinos del pueblo que trabaja en el comedor público improvisado en la lonja de pescado. "Aquí lo que se necesitan son manos. Mañana tendrás tu equipo e irás con los demás, seguro", afirma en un tono reconfortante. "Ven, siéntate", continúa, "¿has cenado?", le pregunta.

De los 10.000 voluntarios que han venido desde todos los rincones de España a trabajar a las costas gallegas aprovechando el puente de la Constitución, 708 tienen su base de operaciones en Muxía. Gran parte de los vecinos del pueblo se ha volcado con los recién llegados.

La mayoría son estudiantes. Tres universidades de Madrid, la de Castellón, la de Córdoba y la de León han mandado expediciones de ayuda. Desde Zaragoza vienen 20 voluntarios con sus bártulos atados al cuello. Según su coordinador, Luis Badenas, así quieren demostrar que Aragón es solidario con los demás, "a pesar de estar en contra del Plan Hidrológico Nacional". Lo demuestra el hecho de que en Zaragoza se han tenido que quedar tres autobuses cargados. El resto de los voluntarios -algo más de 100- vienen por libre.

Éstos son los datos oficiales proporcionados por Protección Civil, que no cuenta a todos los que han llegado sin cita previa ni seguro.

"Yo creo que han venido muchos más", asegura Rubén López, quien normalmente trabaja para esa misma institución en Getafe (Madrid) y que, junto con miembros de la agrupación de Pinto, la de Villalba y la de San Adrià de Bessòs (Barcelona) ha acudido a Muxía en solidaridad con sus colegas gallegos. El voluntario asegura que la falta de previsión ha obligado a traer nuevos equipos. "Los acabamos de descargar de un camión del Ejército".

Desde que llegaron las primeras manchas a Muxía, y con ellas los primeros voluntarios, muchos vecinos no han hecho otra cosa que preparar bocadillos, cocinas y ayudar en todo lo que pueden con la intendencia del dispositivo improvisado por ellos, sin apenas ayuda de la Administración.

Entre ellos está Ángel Castro, marinero de toda la vida, que perdió su trabajo hace tiempo y que hasta la tragedia sobrevivía vendiendo cupones de la ONCE, actividad que ha dejado de lado para ayudar a los voluntarios.

"La gente no hace otra cosa que decir que la culpa fue de tal o tal otro, cuando lo que hay que hacer es ayudar y callar", afirma, mezclando el gallego y el castellano. "Pongámonos todos a trabajar de una vez. Ya habrá tiempo después para ver quién es el responsable de todo esto".

En la lonja de pescado, un edificio siempre crucial para este pueblo pesquero y que ahora funciona como comedor de voluntarios, Castro habla maravillas de la treintena de soldados enviados por la Brigada Ligera Aerotransportada (con sede en Figueiredo, Pontevedra) que llegaron el miércoles pasado: "Se han puesto a las órdenes de Protección Civil, han traído colchones para todos y nos ayudan a hacer la comida y a repartirla entre los que han venido". "Y lo mejor es que se han integrado perfectamente con la gente del pueblo y con los voluntarios", añade, mientras observa a dos soldados que limpian las enormes cacerolas en las que se guisó la cena del día anterior.

A las nueve de la mañana los voluntarios comienzan a llegar a la sede de Protección Civil. Tras comprobar que son regulares (asegurados), el personal les proporciona un mono blanco, unas botas de agua, unos guantes de plástico, una mascarilla para aguantar los efluvios del fuel y unas gafas protectoras. Para acelerar la operación, todo el material se saca a la calle. Los que no figuran en las listas pueden por fin acceder libremente a su equipo para después unirse a los demás.

Una vez disfrazados, los que van a las zonas más cercanas lo hacen a pie y pertrechados de palas, rastrillos y cubos para depositar el engrudo, que se ha engastado en las rocas de tal forma que parece imposible de arrancar. Los demás son conducidos a sus lugares de trabajo en camiones militares. Como capataz, en cada grupo va un miembro de Protección Civil.

A las 10.30 las cuadrillas ya trabajan en las playas. Sus miembros, en su mayoría estudiantes, han pasado del bullicio festivo reinante en el reparto de material al silencio más absoluto en cuanto han visto la magnitud del desastre. El fuel del Prestige, que desprende un fuerte olor, no sale de las rocas impregnadas, y las palas y los rastrillos no son los mejores instrumentos para luchar contra él. Aun así, todos se entregan al trabajo con ganas. La marea no perdona y la pleamar llegará a las 16.30 para untar de nuevo lo recién limpiado. Ésta es una tarea descorazonadora.

Pero no hay que desesperar. Al menos así lo piensa Mercedes Gallardo, que junto con su marido, Francisco Guerra, y sus dos hijas, de 12 y 20 años, se vino a Muxía el pasado martes desde Alcalá de Guadaira (Sevilla), alarmada por las imágenes de la televisión.

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En el bar que regenta Suso, en pleno centro del pueblo, los clientes, que no están acostumbrados a vivir en el centro del mundo sino más bien en el fin de la tierra, entre gintonic y gintonic, no pueden hablar de otra cosa: "Petroleros", "chapapote", "Aznar no se atreve a venir", "¿se hizo bien al alejar el barco de la costa?...". Vueltas y más vueltas a una tragedia que parece inacabable.

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