Gatsby en negro
Una fascinación, una especie de enamoramiento, es lo que cuenta El largo adiós (The Long Goodbye, 1953) de Raymond Chandler: la atracción leal que siente el detective privado Philip Marlowe hacia Terry Lennox, desde la primera vez que lo ve, en los aparcamientos de un club nocturno. Lennox ha perdido la conciencia en un Rolls-Royce, va con una pelirroja envuelta en visón, está borracho. Es un joven que tiene el pelo blanco y media cara acartonada, cosida por la cirugía plástica. Luego conoceremos su acento inglés, sus modales impecables. Le brilla el pelo a la luz del Hollywood Boulevard y desaparece en la bruma. Otro día Marlowe lo rescata de la indigencia y la policía, abandonado por su mujer millonaria, siempre borracho. Luego, algunas tardes, Marlowe y Lennox beben juntos. Y por fin Lennox se presenta con una pistola y el cuello del abrigo levantado, palidez y cicatrices, gánster de una película vieja, cuenta Marlowe, narrador paródico. Así oímos la historia de otra cara borrada: a la mujer de Lennox le han aplastado la cabeza con un mono de bronce, y el marido, único sospechoso, quiere que Marlowe lo lleve a Tijuana.
Éste es el primer enigma de El largo adiós: ¿puede alguien tan encantador como Lennox ser un asesino? Huyó a México, se encerró en un hotel, firmó una confesión, se pegó un tiro, o eso cuentan. Marlowe lo ayudó a huir, lo encubrió, y ahora soporta una paliza policial, pasa tres días de cárcel, se niega a aceptar la resolución del caso, todo por Lennox y su buena fama. Le piden que calle y olvide: la ley, el suegro plutócrata de Lennox, unos bandidos amigos del difunto. Marlowe tuvo en el cine la cara de Humphrey Bogart o Robert Mitchum, pero Chandler se lo imaginaba con la cara de Cary Grant; nosotros oímos su descripción en comisaría, en la sala de reconocimiento: ojos oscuros, un metro ochenta, 85 kilos, la nariz rota en un partido de fútbol, casi exactamente como Chandler. Cáustico y belicoso en ocasiones, así se reconocía Chandler, y sensible, e incluso tímido, un sentimental (pero en estos tiempos, se quejaba, cualquiera que intente ser honrado queda como un sentimental o un idiota), muy semejante a Marlowe, que no está manchado ni tiene miedo. Es pura literatura, precisó Chandler. Había sido Chandler alto ejecutivo de empresas petrolíferas hasta que lo dejó sin trabajo la crisis económica, o las crisis alcohólicas, según otras versiones. Se hizo escritor. Cuando en 1939 publicó su primera novela, El sueño eterno, tenía 44 años.
Y entonces Marlowe recibe el encargo de vigilar al multimillonario escritor Roger Wade, autor de novelas históricas, de capa y espada y sexo (el detective había ojeado uno de sus libros: le pareció basura), otro semejante del novelista de misterio Raymond Chandler, pero sin su inteligencia y sentido del humor. La mujer de Wade, Eileen, rubia de cuento de hadas (provoca en el detective una meditación sobre las rubias y su tipología), quiere que Marlowe busque y controle a su marido bebedor: el pobre individuo sufre complejo de culpa, desprecia su obra, se emborracha y se pierde, cree guardar un secreto vergonzoso, impronunciable. No se atreve a contárselo ni a sí mismo porque es la solución del asunto de Terry Lennox, el sangriento caso de la pelirroja y el albino. Las novelas de misterio son dos novelas en una, según Chandler: el relato de lo que sucedió y el relato de lo que parecía haber sucedido.
El largo adiós es el atlas del universo personal de Chandler: aquí están el alcoholismo, el suicidio, la literatura. Es un homenaje a Scott Fitzgerald y El gran Gatsby. La fascinación de Marlowe ante Lennox me recuerda la que el narrador de la novela de Fitzgerald sentía ante Jay Gatsby, un hombre, un nombre y un pasado que quizá fueran falsificaciones, como Terry Lennox, héroes Lennox y Gatsby en una gran guerra, condecorados por acciones en países remotos, Montenegro o Noruega, aún pendientes de un amor de juventud, hipnotizados por el esplendor del dinero. Terry Lennox es un Gatsby de novela negra, enigmático como Gatsby, y aún más, sin cara, con la cara cambiada, cambiante, de identidad movediza o sin identidad real, como esos que se transforman en cucarachas, vampiros o licántropos: la belleza y la monstruosidad atraen la mirada. Y, como a Gatsby, le duele el tiempo, que lo hace todo mezquino, usado y gastado. Chandler tenía 65 años cuando publicó El largo adiós, estaba a punto de perder a su mujer, que le llevaba 18 años. Le quedaba genio, humor y emoción. Trabajaba según los métodos investigadores de Marlowe: iba descubriendo la trama conforme escribía, como si revelara pacientemente una foto. Al final no sólo surge la cara del culpable, sino un retrato de grupo: una imagen de las relaciones entre todos los habitantes de ese mundo donde el crimen es una probabilidad lógica.
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