Aliado sospechoso
Las relaciones entre EE UU y Arabia Saudí, otrora incondicional aliado, han entrado en una dinámica imposible de sostener. La percepción generalizada entre los estadounidenses de que el régimen de Riad ha hecho poco o nada tras los acontecimientos del 11 de septiembre (15 de cuyos 19 protagonistas tenían pasaporte saudí) por embridar económica y doctrinalmente al terrorismo islamista, contrasta con la actitud confusa y ambigua de la Casa Blanca, que un día pretende llamar al orden al régimen dictatorial con el que ha mantenido relaciones privilegiadas durante décadas y al siguiente difunde declaraciones apaciguadoras.
En este tira y afloja, miembros relevantes del Congreso y los organismos de seguridad y espionaje van decantándose por la versión de los acontecimientos que considera intolerable el papel saudí. El ultimo movimiento en este terreno es la recomendación al presidente Bush por el Consejo Nacional de Seguridad de que transmita a Riad un inequívoco ultimátum: si en tres meses no yugula la financiación del extremismo fundamentalista, Washington adoptará medidas para conseguirlo.
El rastreo por expertos de EE UU de las finanzas del integrismo armado concluye que la mayoría de sus fondos, camuflados como ayuda caritativa, proceden de la teocracia corrupta manejada por la familia Saud, que practica la versión más rigorista del islam. Pero casi 15 meses después del 11-S, Riad sigue sin establecer mecanismos verificables para impedirlo. Washington maneja una lista de una decena de prominentes benefactores de Al Qaeda y otros grupos terroristas en la que sus dos terceras partes son saudíes, y la idea que se abre paso tras el informe del Consejo de Seguridad es presentar a Riad la evidencia antes de adoptar medidas contundentes. La decisión aparente de confrontar al régimen saudí con las pruebas de su comportamiento como mínimo negligente se ha producido inmediatamente después de que los atónitos estadounidenses se enterasen por una investigación parlamentaria de que contribuciones regulares de la esposa del embajador de Riad en Washington -príncipe Bandar Bin Sultan, un viejo amigo de Bush vinculado a los negocios petrolíferos- habían acabado indirectamente en manos de dos de los protagonistas del 11-S.
En la oblicua posición de Bush hacia la casa de Saud juegan decisivamente varios factores. El más coyuntural es que el presidente no parece dispuesto a enajenarse a un aliado clave en vísperas de un eventual ataque contra Irak. Los saudíes han reiterado que no permitirán el uso de su país como plataforma bélica, pero sus declaraciones contradictorias tras la aprobación por el Consejo de Seguridad de la ONU de la resolución 1.441 dejan la puerta abierta a que, llegado el caso, EE UU pudiera usar el decisivo centro de mando y control que posee en territorio saudí. El petróleo es el factor estructural y decisivo. En caso de conflicto armado en Oriente Próximo, EE UU volverá a depender por completo de los saudíes para evitar un terremoto en los precios como el que sucedió tras la guerra del Golfo, en 1991.
Pero el malestar imparable de los estadounidenses y su presión sobre el poder hace cada día más difícil a la Casa Blanca sostener una actitud dictada exclusivamente por los intereses económicos del imperio. Con el beneplácito de sus conciudadanos, Bush ha hecho de la lucha contra el terror islamista prioridad absoluta de su mandato. La abierta desgana de Riad para combatir este fanatismo armado, al que también nutre doctrinalmente, veda la continuidad de un modelo histórico consistente en petróleo barato, bases militares y cheques a discreción para la industria armamentista de EE UU. Por eso, para ejercer la autoridad moral que reclama, Washington debe replantear urgentemente en términos de decencia su política hacia Riad.
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