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Adiós a los discos

Entre acusaciones y denuncias, quejas y gritos de socorro, todo ello presidido por un marasmo perplejo y generalizado, estamos asistiendo al resquebrajamiento de algo que hasta hace muy pocos años parecía sólido y consistente. Algo que ya forma parte de nuestra vida cotidiana como objeto cultural y a lo que no deberíamos renunciar: el arte de la grabación musical, los discos.

De un tiempo a esta parte se encienden luces rojas y suenan las alarmas. ¿Qué está pasando? Hay fuego cruzado y se articulan discursos intentando explicar el porqué de la situación. Se oyen opiniones de la más diversa procedencia y se proponen medidas concretas y muy razonables como la rebaja del IVA de los discos y el abaratamiento de los precios o se exige justificadamente la persecución policial del top manta, a la par que voces críticas señalan a la industria discográfica como la culpable de su propio derrumbe al haber pervertido y abusado de una materia prima tan delicada.

Lo cierto es que nunca ha habido tanta música al alcance de todos como ahora. Y tanto es así que ésta está dejando de ser creación al convertirse en mera producción para el consumo ocasional de usar y tirar, un ruido ambiental que lo llena todo y sin el cual parece que ya no se pueda vivir.

Esto es debido a la popularización de una tecnología que facilita la difusión y reproducción del sonido como no hay precedentes. Una tecnología, la digital, que permite una rapidez y calidad en la transmisión que la hace insuperable y que abre unas posibilidades ilimitadas y en muchas direcciones a la vez.

La crisis que ya se evidencia se asienta en esta realidad. La vieja industria del vinilo, transformado luego en CD, y nacida a mediados del siglo pasado tiene los años contados. Esa industria que ha dado obras maestras de la música moderna que están en la mente de todos y que, como ocurre con el Hollywood del glamour cinematográfico, asociamos a los años dorados del género, está en serio peligro de extinción. Desde que se dio el paso de venderle al cliente el original de la obra y más tarde los aparatos para convertir su casa en una fábrica, se puede decir que se han acabado los discos.

Con el vinilo, el objeto en sí mismo tenía cuando menos un valor de fetiche, copiar en casete era lento y engorroso y el resultado nunca superaba el original. Ahora, en cambio, basta apretar un botón para conseguir grabaciones perfectas y, lo que es definitivo, gratuitas.

Bajo el principio inapelable de que nadie pagará por algo que puede obtener gratis y sin el menor esfuerzo, el arte de la música grabada irá desapareciendo, al menos tal y como la hemos conocido hasta ahora. Hablamos naturalmente de la que está hecha por profesionales, y al decir profesionales cabe entender a todos los que participan en su elaboración, desde la estrella pop hasta el artista minoritario más exquisito, desde técnicos a ejecutivos pasando por productores, comerciantes, autores y medios especializados.

De seguir así -a menos que alguien guarde un as en la manga-, una grabación puesta en Internet será, prácticamente ya lo es, incontrolable y si aún existen tiendas de discos es porque el desarrollo de la Red todavía está en una fase incipiente de implantación, pero es sólo cuestión de tiempo, y no demasiado, el que su expansión sea cada vez más amplia y con mayores prestaciones dentro de un proceso imparable.

Ante este panorama la pregunta es: ¿quién va a invertir en grabar música si no puede luego cobrarla? No sólo la industria, sino los propios artistas, que cada vez en mayor medida se producen y costean sus discos, van a dejar de hacerlo ante la imposibilidad de recuperar su dinero. Únicamente grabarán música los aficionados que no aspiren a sacarle rendimiento económico, o las superfiguras esponsorizadas por marcas publicitarias o concursos televisivos. Porque grabar música cuesta dinero, igual que hacer una película o escribir un libro, y de algo tiene que vivir el creador. Si no es retribuido por su obra tendrá que buscarse la vida de otra manera y ello le restará tiempo y energía para centrarse en la misma.

Puede que volvamos a una concepción renacentista del arte, cuando éste se apreciaba por sí mismo y su valor de cambio estaba ligado más directamente a su disfrute por una minoría selecta. O cuando los cómicos y los músicos andaban de pueblo en pueblo pasando el plato. Quizá aumente el interés por escuchar música en directo y ésta vuelva a ser vehículo más de comunicación que de alienación. Pero puede también que perdamos algo que ya forma parte de la cultura contemporánea como expresión artística al igual que lo son el videoarte o el cómic.

Sea como sea, lo que parece fuera de toda duda es que se está acabando una época que difícilmente volverá. El CD habrá pasado sin pena ni gloria en pocos años y nuestra memoria mítica evocará los años del vinilo -hay músicos jóvenes que intentan resucitarlo- como nuestros abuelos pudieran recordar aquellos tiempos del cuplé. Entre tanto, a la espera del milagro, adiós a los discos, adiós.

Jaume Sisa es músico.

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